España Aquí
By España Aquí
España AquíMar 19, 2022
La importancia de los grupos heterogéneos para alcanzar niveles de aprendizaje superiores - Profa. Silvia Cevasco (Argentina)
Experiências docentes da España Aquí com a Profa. Silvia Cevasco (Argentina)
Como os diferentes âmbitos profissionais e a diferença de idade melhorar a integração nas aulas
La importancia de las conexiones personales el primer día de clase - Profa Jeny Ana Toro
La ciudad ideal
La puerta 12
El auténtico argentino (II)
Listos para volar
Te estoy viendo. Cuánto tiempo hace ya… Te ibas. Era tu primer día. Me mirabas con carita de pena, implorándome por lo bajo para que parara el tiempo, para que te dejara allí, en tu casa, en tu mundo, en tu inocente niñez por siempre. No lo pude hacer. Supongo que entonces empezaste a comprender mi debilidad. Como no querer quedarte ¿verdad? en un sitio tan abrigado y feliz. El cielo es un espacio donde ser eternamente un ángel, pero a los mortales como tú y como yo el tiempo nos alimenta y luego nos devora. Y a ti, pobre, te había masticado como a los demás. No podrías volver atrás. Te asomabas medio a escondidas tras unas gafas azules con mucha pasta y trazo circular. Un bonito disfraz de mago travieso, con el que disimular tus miedos. Oía tus gritos silenciosos, no creas que no. Te conocía, no tanto como mamá, a quien no querías defraudar, pero te conocía bien. Y te quería igual, o más, como te repetía una y otra vez cuando jugábamos solos en tu habitación; aunque tú y yo supiéramos que eso era imposible. No hay nada más allá y tan cierto que el amor de una madre por su hijos, aunque ella misma crea que no los ha querido. Tu sonrisa era nerviosa, impostada, delatada por el rechinar de unos dientes de leche que el cansancio te impedía apretar con fuerza. Agradecías los besos, los achuchones y las arengas de ánimo, y mucho más la mano que te ofrecía tu hermana. No estabas solo. No tenías motivos para preocuparte. Pero el miedo te aturullaba y te tenía a un tris de llorar. No supe qué decir, ni qué mueca tranquilizante dedicar, pero recordé qué es lo que más te gustaba hacer. Así que, en una gesta irrepetible, corrí a tu habitación y elegí uno de los aviones de papel que plegaba y decoraba para ti. Uno listo para volar. El gesto te cambió. Era tu planeador favorito, de alas anchas y punta afilada. Pintarrajeado también por ti. Lo metí con cuidado en tu mochila, como quien pone en ella lo más valioso que puede ofrecer. Y me di cuenta por fin de que tú, como nuestro avión, también estabas listo para volar. Primero en círculos, quizás; luego recto y sin mirar atrás. Me pasaré el resto mi vida queriendo dejarte un cansino legado de sabiduría y bondad, un cúmulo de experiencias propias que te lo hagan todo más fácil y te eviten errar; una moto, un coche, una matrícula para la universidad… Pero sé desde entonces que nada te servirá más que aquel pequeño trozo de papel, que aquellos tiempos que compartimos juntos para darles forma y de los que tú casi seguro ya no te acordarás. Puse un avión de los nuestros cada uno de tus primeros días, procurando cargar a tope tu mochila de la fuerza y del impulso que ibas a necesitar. Un montón de aviones de papel. Listos para volar.
El encierro de Pamplona
De niño, a esa edad tan chula en la que siendo chico te crees grande, era un pamplonés a la que Pamplona le parecía la ciudad de los otros. Allí sólo se subía a rastras, de la mano de la madre, a los recaos. Si tocaba escaparse, aún medio salvaje, tiraba más aventurarse a desgastar playera por las sendas inexploradas del monte San Cristóbal. De mozo, a esa edad tan chula en la que no siendo nada te crees todo, Orvina, la Segunda, era un hervidero de juventud perdida, con ganas de encontrarse rebuscando donde fuera, bueno o malo. El barrio, por pura inercia, se nos quedó pequeño. Y pasada la barricada de la Chantrea, y cruzado el río Arga por las pasarelas, de una carrera te subías a la gran Pamplona, como si, por fin, fuera nuestra. Fue entrar a lo Viejo por la cuesta de Labrit, andar la Estafeta y aficionarnos para siempre al lío de nuestros recaos, solo que ahora tirando de las manos los unos de los otros. Pamplona se convirtió durante unos años en un encierro. Un discurrir en manada de bar en bar, con un recorrido repetido noche tras noche con la nobleza y querencia propia de los toros de Miura y los derrotes inevitables de pisar suelo resbaladizo y cristales de vasos rotos. El encierro de Pamplona te obnubila, te promete emociones fuertes, adrenalina callejera disparada como un cohete, lances peligrosos frente a cornamentas aterradoras que esquivas y te hacen sentir invencible. Pero un día alguien cae a tu lado, sientes el dolor que le ha causado el pisotón del toro o su atolondrada torpeza y metes el dedo en la puntada que hace brotar sangre. Entonces es cuando sientes miedo y el instinto de correr lejos. El encierro de Pamplona terminó por puro canguelo para mí. El de tu Pamplona quizás también entró felizmente en toriles y, como yo, ves los morlacos plácidamente desde la barrera. Otros corren y corren y no salen de allí. Atrapados en la tradición del encierro.
Cansarse y descansar, siempre es lo mismo ¿verdad?
La calle era la de siempre, la de los sábados, la de camino a mi encuentro con las rutinas que me hacen resucitar fuerte.
Sesenta largos de piscina, por si a puro de ir y venir un día resulta que ya aprendí a nadar. Y quince minutos extra de sudores sin esfuerzo, sobrevenidos por exceso de calor en una diminuta sauna seca, a la que seguro llaman así por enredar.
Allí que iba yo, feliz, a lo mío, pero no al tuntún, acallando mis voces, alargando el paso para hacer coincidir mi huella con las baldosas impares, por fastidiar a las pares, con la excusa de que a la vuelta lo haría todo al revés y quedaría en paz. Arreglado así mi conflicto interior vital por saber dónde debería pisar. Qué imprescindibles y suerte de sábados, nadar por nadar, achicharrase por gusto y regodearse caminando en la tontuna. Prueba, te gustará caminar así, a saltitos, y mirando al suelo como si fuera el fondo de un océano inerte, más o menos como es nadar siempre a cubierto. Me lo tengo advertido, mirada abajo, no me vaya a cruzar con un conocido y me rompa el ritual. A este señor que se tiraba de improviso hacia mí no le conocía de nada, pero no debí confiarme, ni cruzar la mirada con él, porque ese buen hombre, ese alma pura e inocente, me estaba esperando con la paciencia de un pescador. Él iba lento, sonriente, inofensivo, con una cara inmensa de pan recién hecho, y dispuesto a saludar. Eso pensé yo, un hola y adiós, pero no. Me hizo la señal del aguarda un momento y me habló con la profundidad de una frase loca hecha y repetida:
–“Cansarse y descansar, siempre es lo mismo ¿verdad?”
– “Mejor descansar”, contesté por no contraria a ese ángel viandante y continué sin darle opción a más.Pero el mal ya estaba hecho. Aquellas palabras me rescataron del fondo de mi océano embaldosado, de mi apasionante sábado insulso y reconfortante tras una entresemana estresante. Y lo peor. Me hizo pensar: que si el cansarse y descansar es realmente lo mismo; que si tendría algo que ver con el ser o no ser, con en el vivir o el morir, con en el sentido de la vida…ay, de mi vida. Ruina de sábado. Ruina de ángel viandante. Con razón miro al suelo y cuento baldosas al caminar… Sesenta largos filosofando agotan de verdad. Hay que descansar. Pero en el fondo, tenía razón. Cansarse y descansar. Siempre es lo mismo.