La palabra de Dios, que es luz y sendero luminoso para los que creen en Él, en orden a llegar a la salvación eterna, que es el cielo, viene constantemente en nuestra ayuda. Viene, iluminándonos y dándonos también fuerza para que podamos caminar. Y la fuerza nos la da con la misma palabra suya y con la palabra hecha sacramento, es decir, el Cuerpo de Cristo y la Sangre de Cristo, que es manjar que ceba leones, es decir, que nos hace fuertes, que nos hace invencibles ante los ataques del demonio. Si yo soy débil, necesito fortaleza, y esa fortaleza me la da Jesucristo Eucaristía. La Eucaristía es Cristo que se inmola por nosotros y se hace pan vivo para nosotros, para alimentarnos. Nos concede su misma vida, que da para que, llenándonos con la vida divina podamos vivir esta vida con la alegría de los hijos que saben que caminan hacia la patria celeste.
En la riqueza que tienen los gestos de la liturgia de hoy, podemos mirar un poco el abismo de belleza del evangelio, que siempre nos ilumina. Ocho días despues del nacimiento del Niño, la Virgen María y San José lo llevaron para su circuncisión. Y nos recuerda esto a Gálatas 4, donde nos dice San Pablo que "en la plenitud de los tiempos" -tan solemnemente-, "nacido de una mujer, nacido bajo la ley". Llegó Dios a la tierra y quiso vivir bajo la ley: circuncidado, para ser hecho hijo de la ley, entra a formar parte del pueblo de Israel, el pueblo de Dios, escogido por Dios, cuando es Dios mismo el que está haciendo ese gesto y es claro que no era necesario que Jesús lo hiciera. Pero nos dice la Escritura que era muy conveniente para que nosotros aprendieramos también esa docilidad y ese saber respetar los caminos que Dios ha puesto a través de sus sacramentos y a través de la institución de la Iglesia.
En la primera lectura, el autor de la Carta a los Hebreos nos hace ver a Jesucristo, que es el templo vivo de Dios, no un templo hecho con manos humanas, donde el sumo sacerdote entraba para ofrecer la sangre de un macho cabrío por sus pecados y por los del pueblo; “Jesús”, dice el autor de la Epístola a los Hebreos, “entra en un templo superior", para ofrecer allí, en su propio cuerpo, su propia sangre como sumo sacerdote, como propiciación por nuestros pecados”. Y dirá, entonces, el Señor que su sangre, que es su propia vida humana, tiene un poder más grande para el perdón de los pecados que la sangre que hacía una purificación externa y ritual, ofrecida por el sumo sacerdote todos los años. Cuando nosotros celebramos la eucaristía, cuando el sacerdote toma el cáliz y pronuncia las palabras consacratorias, transformando el vino en la sangre de Cristo, dice: “Este cáliz es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva y eterna alianza que se derrama por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”. El gran anuncio que hace la Iglesia al celebrar la Eucaristía es que la sangre de Cristo derramada tiene un sentido, el derramamiento de sangre, la efusión de sangre de Cristo, de todo su cuerpo herido por tantas maldades -nuestros pecados-, tiene como objetivo, como objeto, como finalidad, el perdón de nuestros pecados. Y son muchos, son muchos nuestros pecados. Pero, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, es decir, la misericordia de Dios, que llena toda la tierra y la purifica. Cada vez que nosotros nos juntamos aquí para celebrar la eucaristía, estamos celebrando este acontecimiento, que es para nosotros ganancia.
La primera lectura dice que la palabra del Señor es viva y eficaz. ¿Qué significa viva? Significa que no es algo inerte, significa que por sí misma realiza ciertas acciones que, al ser palabra, serán espirituales y, curiosamente, no solamente espirituales, sino que la eficacia significa que aquello que dice lo realiza. Como ocurrió con aquel paralítico al que le dijo: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Es una acción espiritual que es invisible, que no se ve. Entonces, empezaron a pensar los que lo oyeron: “Este es un blasfemo, porque nadie puede perdonar los pecados sino Dios”. Entonces, el Señor responde: «¿Qué es mas fácil: decir "tus pecados te son perdonados" o decir "a ti te lo digo, levántate, coge tu camilla y vete a tu casa"? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados, dirigiéndose al paralítico, le dijo: “Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa”». Es decir, realiza una acción que ya no es puramente espiritual. ¿Qué acción de la palabra de Dios es más importante, perdonar los pecados o curar la parálisis? Las dos son importantes, porque la curación de la parálisis es prueba de que el Señor tiene el poder de perdonar los pecados. Pero la acción fundamental es el perdón de los pecados.
Nos dice San Juan que pidamos según la voluntad de Dios. ¿Cuál es su voluntad. ¿Cómo sé yo cuál es la voluntad de Dios y qué quiere que yo le pida? Un discípulo vio a Jesús orando y se acercó a él para decirle: “Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a orar a sus discípulos. Entonces, el Señor le enseña -nos enseña a todos en ese mismo discípulo- el padrenuestro. Las tres primeras peticiones del padrenuestro se refieren a Dios: "Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad". Esas son las peticiones. “Pedid y se os dará” ¿Quién saca ventaja de esas primeras peticiones? ¿Dios? No, sacas ventaja tú.
Este día esta dedicado de manera especial a la Virgen Santísima, nuestra Madre, aquella que dijo: “Al fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”. Por eso, ciertamente, viendo la situación cómo está, no podemos echar las campanas al vuelo. Nuestro obispo nos ha recordado, y siempre que tiene ocasión lo dice, que tal como están las circunstancias, ahora es necesario crear pequeños oasis donde se reúnan los cristianos verdaderamente fervientes para orar y no solamente por eso de que “la unión hace la fuerza”. Lo que hace la fuerza es estar unidos a Jesucristo. Los oasis tienen que ser oasis de paz, oasis de oración, oasis de amor verdadero que testifican el amor. Porque en la primera lectura que hemos leído, dice San Juan que lo importante es lo que ya nos ha dicho el Señor: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros como yo os he amado”. Estos oasis de oración, de entrega, no son para estar cerrados en sí mismos, sino para estar unidos e ir con fuerza, con poder, a la conquista de un mundo que está asilvestrado. Cuando nosotros vemos a la Virgen Santísima diciendo: “Al fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”, ¿qué significa eso? ¿Cuáles son los pensamientos y sentimientos que hay en el corazón de la Virgen Santísima? Pues no puede ser otra cosa que la gloria de Dios y la salvación de sus hijos, que somos nosotros. El triunfo suyo esta unido a eso.
¿Quién es el protagonista aquí? Jesucristo. Estamos celebrando que la luz de Dios puede brillar a través de la pobreza humana y lo hace en la figura y en la humanidad de sus sacerdotes. Dios elige a hombres pobres, con defectos, para que sean instrumentos de su gracia. Evidentemente los llama a la santidad, y cada sacerdote tiene que luchar por identificarse con Jesucristo, para que esa gracia, como hemos escuchado en la segunda lectura, reavive el carisma de Dios que hay en él por la imposición de las manos. Es la gracia de Dios la que trabaja, que consagra a un hombre para enviarlo. Podemos recordar el ejemplo de lo que es la Eucaristía: un trozo de pan que, por la invocación del Espíritu Santo, se transforma en Cristo. En el sacerdote sucede algo parecido. Evidentemente, no hay una transubstanciación; en el pan desaparece el pan y todo es Cristo, aunque parece pan; en el sacerdote sigue estando el hombre, pero está también Cristo. Y es la lucha por la santificación del sacerdote la que cada uno tiene que realizar para no echar en saco roto la gracia de Dios. Pero lo que hoy celebramos es el amor de Jesucristo y su misericordia: que el padre Félix siga siendo sacerdote y que siga amando su sacerdocio es una gracia de Dios, y es adonde tenemos que mirar. Miradle a Él y agradecedle a Él. Porque tenéis que ser conscientes de que el sacerdocio es un don de Jesucristo a su Iglesia por amor a vosotros, por amor a su pueblo. El sacerdocio es para vosotros.
Nunca podemos terminar de decir: “¡Cuánto ha hecho nuestra Madre por nosotros!”. Sin María, sin su entrega, no tendríamos el fruto de su vientre, Dios con nosotros, el Emmanuel. Si ahora nos podemos acercar sabiendo que el misterio del altar depende del “sí” de María, entonces nos acercamos a Ella con veneración, con respeto sabiendo y pidiendo: "Dios mío, que yo sea digno de poder acercarme a ese misterio". Dios, desde el comienzo, la hace muy diferente en todo. Desde su concepción, ella es Inmaculada. Desde la unión entre San Joaquín y Santa Ana, la Virgen es especial.
Para el mundo, los cristianos somos tontos e ignorantes. Pero su sabiduría, como dice San Pablo, es necedad para Dios. Mientras que lo tonto de Dios es la gran sabiduría. Ciertamente ,el Señor se ha comportado a los ojos del mundo de modo totalmente desproporcionado, inútil, y, sin embargo, como dice la Sagrada Escritura, "sus heridas nos han curado". Nos curan del peor mal que tiene el hombre, que es la esclavitud. San Agustín dice que es haciéndose esclavo de Dios como obtenemos la verdadera libertad.
Estamos viviendo este tiempo de gozo pascual. El gozo pascual no es como el gozo humano o, por lo menos, no es solo y exclusivamente gozo humano. El gozo humano se obtiene de la satisfacción de la necesidades naturales o humanas. Pero el gozo pascual tiene otra índole distinta. Es verdad que esta empeñado completamente todo el ser humano, pero en un plano superior. Si no fuera así, las personas que están enfermas no podrían gozar, las personas que han fracasado no podrían gozar, las personas que tienen problemas con Hacienda o deben pagar multas de tráfico, no podrían gozar... El gozo pascual es para todos los hombres. Se funda en un hecho fundamental: Dios ha venido a este mundo, ha padecido por nosotros y nos ha liberado de las esclavitudes que tiene el hombre, del pecado.
Si queremos penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por Él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.
«La libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre y, en virtud de su mismo amor, se lo propone en los mandamientos» (VS, 35). Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar.
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe, no obstante, un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. ¿Te has planteado alguna vez hasta dónde estarías dispuesto a llegar para defender tu fe? ¿Has experimentado alguna vez este “martirio cotidiano”?
Las palabras de Jesús provocan un escándalo a la razón, y es allí donde entra la humildad de la fe. Lo que la razón humana no puede alcanzar se manifiesta y se impone por la autoridad de quien lo está diciendo. Él es el que ha bajado del cielo y, por eso, su palabra tiene una autoridad que va más allá de una simple palabra humana. Por eso, su palabra esta llamando al corazón del hombre a creer. La respuesta ante la revelación de Jesucristo es la fe. Algunos no creían. Todo el evangelio tiene detrás esta dinámica, el creer. Es una llamada a la fe, y la fe es la manera de entrar en comunión con el Señor, de aceptar su mensaje.
El Evangelio de San Juan, como siempre, nos ofrece palabras profundísimas, abismales -como decía el Papa Benedicto-. Cuando uno se asoma, siente vértigo, porque detrás de esas palabras se esconde todo el misterio de Jesucristo. "Salí del Padre y he venido al mundo; dejo el mundo y me voy al Padre. Este es todo el Evangelio de Juan, allí, metido en una frase. Antes de volver al Padre y llevarnos con él, nos ha revelado quién es el Padre, nos ha manifestado quién es el Padre.
La noche anterior a la venida del Espíritu Santo, los apóstoles estarían entorno a María, igual que habían estado en la cena pascual alrededor de Jesús. Se había quedado un hueco enorme en medio de ellos, porque faltaba Jesús. Habían tenido por tres años, en medio de ellos, al que es la vida, la verdad, el camino; al que lo puede todo, lo sabe todo y nos ama. Y, ahora, en medio de ese vacío, Dios va a enviar su Espíritu Santo. La marcha del Señor en la Ascensión ha dejado a los apóstoles en una incógnita, al ver que tienen que cumplir una misión. Porque en su marcha -"Id y proclamad al mundo mi Evangelio"- les da la misión de ser su voz y sus pies, para llegar hasta el fin del mundo. Y, en medio de ellos, se dan cuenta de que necesitan orar. Son conscientes de que solos no pueden, como decía hoy San Pablo: "El espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad".
El demonio está siempre buscando nuestro punto débil. Él nos conoce a veces mejor que nosotros mismos. Sabe cuál es nuestra debilidad espiritual, y nosotros nos descuidamos en la superficialidad y le dejamos ganar la batalla. Los apóstoles aprendieron a no fiarse de sí mismos y a no dejar que hubiera puntos débiles. Ellos vencieron desde el momento en que se reunieron con María a rezar.
Cuando miramos a la Santísima Virgen María y podemos contemplarla como obra perfecta de Dios, la razón última es que Dios la ha elegido para ser la Madre de Dios. Dios viene a tomar nuestra carne, pero viene Dios. No es obra nuestra y, por tanto, cuando ingresa en este mundo, lo hace como Dios. Es tanto el amor que nos tiene que se acerca, que quiere establecer y plantar su tienda en medio de nosotros. Y, para eso, dentro de los designios de Dios, Él espera, la respuesta humana, promovida por su gracia. Es la respuesta de la Santísima Virgen María. Ella, que es la obra perfecta de Dios, Inmaculada desde su concepción, ahora, por obra del Espíritu Santo, concibe. Y concibe al modo como Dios lo ha previsto y con las condiciones de Dios, sin restar nada a la divinidad, para adquirir a su vez nuestra humanidad.
La Eucaristía es el mismo Cristo, que se ofrece al Padre como víctima, como propiciación por nuestros pecados. El sacerdote actúa “in persona Christi”. Cuando dice: "Esto es mi cuerpo", es el cuerpo de Cristo, porque es Cristo quien actúa en él. Este sacrificio que nosotros hacemos no es otro sacrificio distinto que el de Cristo. No es que se repita, sino que es el mismo, que se actualiza, se "presencializa" como si se anulase todo el tiempo de separación, y nos encontramos en el Calvario, ofreciéndose Él al Padre.
La Eucaristía es el mismo Cristo, que se ofrece al Padre como víctima, como propiciación por nuestros pecados. El sacerdote actúa “in persona Christi”. Cuando dice: "Esto es mi cuerpo", es el cuerpo de Cristo, porque es Cristo quien actúa en él. Este sacrificio que nosotros hacemos no es otro sacrificio distinto que el de Cristo. No es que se repita, sino que es el mismo, que se actualiza, se "presencializa" como si se anulase todo el tiempo de separación, y nos encontramos en el Calvario, ofreciéndose Él al Padre.
El Señor podría decirnos a nosotros, como le dijo a San Jerónimo en su sueño: “No te conozco. No has dedicado tiempo a mi Palabra. No te has dejado interpelar por mi Palabra, mi Palabra, que es Jesucristo: la revelación que yo he hecho para ti, para salvarte”. ¿Qué haces con tu vida? ¿A qué dedicas tu tiempo? ¿Cómo es posible que pases tanto tiempo sin leer un buen libro y, sobre todo, sin leer la Palabra de Dios. Preguntaos vosotros: "¿Cuánto tiempo dedico yo a leer la Palabra de Dios?”.
Dios nos ha enviado a su Hijo Divino, encarnándose en las purísimas entrañas de María Santísima por obra del Espíritu Santo. Esa es la gran obra que Dios ha hecho, a la que tenemos que dar fe. El que crea en Jesús se salvará. El que no crea será condenado.
A la Virgen María la queremos tomar como guía en este adviento que estamos comenzando. Estamos celebrando la Misa de María, estirpe escogida de Israel. El Evangelio que acabamos de escuchar es un poco largo y complicado. Lo que se nos quiere mostrar es cómo la Virgen María y Jesús se enraízan en toda la historia de Israel, cómo Dios mantiene su alianza y su promesa. Y con el pueblo que Él ha elegido, a pesar de las infidelidades y de las luchas, el Señor mantiene su alianza y su elección.
A medida que nos vamos aproximando al fin del año litúrgico, la Iglesia nos presenta también las verdades últimas, las que se llaman escatalógicas, los novísimos: la muerte, el juicio, la resurrección, la escatología. Y hoy, este evangelio está claramente dirigido a la verdad de la resurrección de entre los muertos. Es algo que es propio de la fe católica, de la fe cristiana. También los griegos creían en la inmortalidad del alma, pero es algo propio de la fe bíblica y, más aún, de la fe cristiana. Para nosotros, la resurrección nos abre un horizonte de esperanza, de vida eterna de plenitud, de gloria, y de gloria no solo para nuestra alma, sino también para nuestro cuerpo, porque Dios ha creado al hombre con cuerpo y alma en una unidad indisoluble.
Estando atentos se escucha al Señor. Lo que la Iglesia nos proclama son las palabras de Jesús para mí ahora. Y, ¿qué me ha dicho hoy? Que tengo que orar constantemente. Que tengo que rezar y acudir a Él. Entonces, lo que te ha dicho el Señor es que, si tienes fe, Dios va a actuar enseguida y te va a conceder lo que verdaderamente anhela tu corazón, y no lo que tú crees. ¿Qué es lo que anhela tu corazón? Ser feliz y que esa felicidad no se pierda nunca. Eso es lo que viene Jesucristo a ofrecernos. Una felicidad que no acaba nunca, porque la da Él, y Él es eterno y no pasa nunca. Las cosas de este mundo tienen un acabamiento, son limitadas. Incluso en los momentos más felices de esta vida, entendemos y comprendemos que son volátiles. Todo pasa. Pasa la fuerza, pasa la belleza, pasa todo. ¿Habrá algo que no pase nunca? Porque yo, lo que necesito es algo que me redima por dentro, que permanezca siempre, que no se gaste nunca, que sea eternamente joven, verdadero, justo. Pues eso es Jesucristo. Él es el único que lo puede dar. Señor, dame esa felicidad que solamente tú puedes dar y que no acaba nunca.
La misericordia es el amor del Señor, que desciende hacia nosotros y nos perdona. Es la suma de todos los valores, que se inclina hacia nosotros sin que lo merezcamos. La virtud de la misericordia es una virtud divina, que solamente por analogía podemos ejercitar. Para que haya amor misericordioso, no basta que haya amor; se necesita que haya alguien sumido en la miseria. Y a ese alguien que está sumido en la miseria es a quien se dirige nuestro amor. No se puede ejercitar la misericordia fuera de Dios, porque, humanamente, es imposible. Nuestra tendencia es la contraria.
«Hay que tener en cuenta que el gozo debe tener la primacía sobre la tristeza, porque los fundamentos para estar alegre son infinitamente mayores que los fundamentos para estar triste. Y, en segundo lugar, toda cruz y todo dolor quedan iluminados y glorificados por la esperanza. "Ut non constristemini sicut ceteri, qui spem non habent": "Para que no andeis tristes como aquellos que no tienen esperanza" (1 Tes. 4, 13), dijo San Pablo» (del libro "Nuestra transformación en Cristo", de Dietrich von Hildebrand).
«Si consideramos la vida de los santos, nos sorprende que, aun en el mayor ardor y la mayor embriaguez de Jesucristo, poseen una santa sobriedad. Su “hambre y sed de justicia”, su calidad de “poseídos de Dios”, su superabundancia de amor al prójimo, su incondicional confianza en Dios -que les convierten a los ojos del mundo en una especie de locos- se hallan bien lejos de toda exageración, de todo romanticismo, de toda negación de nuestras debilidades y de nuestra condición de hombres atados a la tierra, lejos de todo adorno y de todo retoque. Su vida está entramada con una santa sobriedad que contrasta tanto con la sobriedad vulgar de los llamados “realistas” como con cualquier clase de pseudoespiritualidad» (del libro "Nuestra transformación en Cristo", de Dietrich von Hildebrand).
En la primera lectura, hemos visto la manera de actuar de los apóstoles. No se reúnen para hacer planes pastorales, sino están a la escucha de la voz del Espíritu Santo para ver que es lo que quiere de ellos. Y se dejan mover sobre todo por el Espíritu Santo. En este sentido se encuentran con esta libertad que da el que sigue el Espíritu para ir a donde les envíe este viento impetuoso del Espíritu Santo, el ruah de Dios. Este es el modo de actuar de ellos.
En su segunda charla, María José Arranz, LHM, prosigue su explicación de la libertad verdadera, hablandonos de cómo "vivir el momento presente" y la necesidad de la aceptación, en su charla sobre el libro La libertad interior de Jacques Philippe.
Hemos estado, a lo largo de todas las lecturas que se han ido proclamando últimamente, viendo el camino, el itinerario que ha hecho S. Pablo. Es un itinerario de apertura total al Espíritu Santo. En la última etapa, incluso cuando ya de Mileto llamó a los presbíteros de Éfeso, el Espíritu Santo le aseguraba toda clase de sufrimientos y él tenía en su corazón el completar la carrera. Hoy hemos visto cómo le llevaron a Roma y le permitieron estar en la casa bajo vigilancia, donde iba recibiendo a la gente y dando testimonio de Jesucristo. La situación, que parecía que fuera cómoda, no lo era tanto. Porque tenía allí un soldado que le ofendía, que le decía palabras ofensivas en cuanto tenía la más mínima oportunidad. Aquellos de vosotros que hayáis experimentado lo que se llama en moral la detracción, contumelia, afrenta, sabe lo que es esto. Es un sufrimiento ver que te están juzgando y ofendiendo constantemente. Yo sé que algunas lo vivís también, algunas en vuestra casa y otras cuando cogéis el teléfono y habláis con personas de vuestro entorno familiar. A veces encontráis que no son palabras de aliento, de defensa, de comprensión, sino de reproche. San Pablo vivió todo eso, y lo vivió de una manera tremenda, porque tuvo que ser probado hasta el final en la paciencia y en la serenidad con la que vivía la injusticia. ¿De dónde sacaba él fuerza para vivir todo esto? De su unión con Dios. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”.