Skip to main content
Podcast Red Inka + Audio Libros de dominio público

Podcast Red Inka + Audio Libros de dominio público

By Red Inka Podcast Audio Books

Podcast Audio Libros*: No hay nada como perderse en una gran historia a través de audiolibros de podcast, mientras realiza sus tareas mundanas como ir al trabajo, tareas domésticas e incluso en un viaje por carretera a algún lugar. Aquí en www.redinka.com Ud. puede escuchar audiolibros de podcast que van desde los clásicos como Orgullo y prejuicio de Jane Austen, La odisea de Homero, historias de fantasía o ficción distópica como Anthem y mucho más.
*Libros de dominio público son todo los libros escritos y creados sin ningún tipo de licencia o escritos bajo licencias de dominio público.
Available on
Google Podcasts Logo
Pocket Casts Logo
RadioPublic Logo
Spotify Logo
Currently playing episode

El Principito de Antoine de Saint-Exupéry-Cap I-VIII - 01

Podcast Red Inka + Audio Libros de dominio públicoMay 01, 2022

00:00
33:48
025- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

025- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XXV

Porthos

En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.


El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D’Artagnan hubo acabado:


—¡Hum! —dijo—. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.


—Pero ¿qué hacer? —dijo D’Artagnan.


—Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar París como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.


D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que había prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.


Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.


Le pareció pues, a D’Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, e incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver.


En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:


—¡Y bien, joven —le dijo—, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.


—No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux —dijo el joven—, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?


Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.


—¡Ah, ah! —dijo Bonacieux—. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.

Apr 01, 202441:51
024- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

024- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XXIV

El pabellón

Alas nueve, D’Artagnan estaba en el palacio de los Guardias; encontró a Planchet armado. El cuarto caballo había llegado.


Planchet estaba armado con su mosquetón y una pistola.


D’Artagnan tenía su espada y pasó dos pistolas a su cintura, luego los dos montaron cada uno en un caballo y se alejaron sin ruido. Hacía noche cerrada, y nadie los vio salir. Planchet se puso a continuación de su amo, y marchó a diez pasos tras él.


D’Artagnan cruzó los muelles, salió por la puerta de la Conférence[120] y siguió luego el camino, más hermoso entonces que hoy, que conduce a Saint-Cloud.


Mientras estuvieron en la ciudad, Planchet guardó respetuosamente la distancia que se había impuesto; pero cuando el camino comenzó a volverse más desierto y más oscuro, fue acercándose lentamente; de tal modo que cuando entraron en el bosque de Boulogne, se encontró andando codo a codo con su amo. En efecto, no debemos disimular que la oscilación de los corpulentos árboles y el reflejo de la luna en los sombríos matojos le causaban viva inquietud. D’Artagnan se dio cuenta de que algo extraordinario ocurría en su lacayo.


—¡Y bien, señor Planchet! —le preguntó—. ¿Nos pasa algo?


—¿No os parece, señor, que los bosques son como iglesias?


—¿Y eso por qué, Planchet?


—Porque tanto en éstas como en aquéllos nadie se atreve a hablar en voz alta.


—¿Por qué no te atreves a hablar en voz alta, Planchet? ¿Porque tienes miedo?


—Miedo a ser oído, sí, señor.


—¡Miedo a ser oído! Nuestra conversación es sin embargo moral, mi querido Planchet, y nadie encontraría nada qué decir de ella.


—¡Ay, señor! —repuso Planchet volviendo a su idea madre—. Ese señor Bonacieux tiene algo de sinuoso en sus cejas y de desagradable en el juego de sus labios.


—¿Quién diablos te hace pensar en Bonacieux?


—Señor, se piensa en lo que se puede y no en lo que se quiere.


—Porque eres un cobarde, Planchet.


—Señor, no confundamos la prudencia con la cobardía; la prudencia es una virtud.


—Y tú eres virtuoso, ¿no es así, Planchet?


—Señor, ¿no es aquello el cañón de un mosquete que brilla? ¿Y si bajáramos la cabeza?


—En verdad —murmuró D’Artagnan, a quien las recomendaciones del señor de Tréville volvían a la memoria—, en verdad, este animal terminará por meterme miedo.


Y puso su caballo al trote.


Planchet siguió el movimiento de su amo, exactamente como si hubiera sido su sombra, y se encontró trotando tras él.


—¿Es que vamos a caminar así toda la noche, señor? —preguntó.


—No, Planchet, porque tú has llegado ya.


—¿Cómo que he llegado? ¿Y el señor?


—Yo voy a seguir todavía algunos pasos.


—¿Y el señor me deja aquí solo?


—¿Tienes miedo Planchet?


—No, pero sólo hago observar al señor que la noche será muy fría, que los relentes dan reumatismos y que un lacayo que tiene reumatismos es un triste servidor,...


Apr 01, 202424:28
023- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

023- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XXIII

La cita

D’Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.


Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.


—¿Alguien ha traído una carta para mí? —preguntó vivamente D’Artagnan.


—Nadie ha traído ninguna carta, señor —respondió Planchet—; pero hay una que ha venido totalmente sola.


—¿Qué quieres decir, imbécil?


—Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.


—¿Y dónde está esa carta?


—La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella.


Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:


Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D’Estrées.[116]


C. B.


Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.


Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.


—¡Y bien, señor! —dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente—. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?


—Te equivocas, Planchet —respondió D’Artagnan—, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.


—Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas…


—Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.


—Entonces, ¿el señor está contento? —preguntó Planchet.


—¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!


—¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?


—Sí, vete.


—Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…

Mar 31, 202422:56
022- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

022- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas



Capítulo XXII

El ballet de la Merlaison

Al día siguiente no se hablaba en todo París más que del baile que los señores regidores de la villa darían al rey y a la reina, y en el cual sus Majestades debían bailar el famoso ballet de la Merlaison[111], que era el ballet favorito del rey.


En efecto, desde hacía ocho días se preparaba todo en el Ayuntamiento para aquella velada solemne. El carpintero de la villa había levantado los estrados sobre los que debían permanecer las damas invitadas; el tendera del Ayuntamiento había adornado las salas con doscientas velas de cera blanca, lo cual era un lujo inaudito para aquella época; en fin, veinte violines habían sido avisados, y el precio que se les daba había sido fijado en el doble del precio ordinario, dado que, según este informe, debían tocar durante toda la noche.


A las diez de la mañana, el señor de La Coste, abanderado de los guardias del rey, seguido de dos exentos y de varios arqueros del cuerpo, vino a pedir al escribano de la villa, llamado Clément, todas las llaves de puertas, habitaciones y oficinas del Ayuntamiento. Aquellas llaves le fueron entregadas al instante; cada una de ellas llevaba un billete que debía servir para hacerla reconocer, y a partir de aquel momento el señor de La Coste quedó encargado de la guardia de todas las puertas y todas las avenidas.


A las once vino a su vez Duhallier, capitán de los guardias, trayendo consigo cincuenta arqueros que se repartieron al punto por el Ayuntamiento, en las puertas que les habían sido asignadas.


A las tres llegaron dos compañías de guardias, una francesa, otra suiza. La compañía de los guardias franceses estaba compuesta: la mitad por hombres del señor Duhallier[112], la otra mitad por hombres del señor des Essarts.


A las seis de la tarde, los invitados comenzaron a entrar. A medida que entraban, eran colocados en el salón, sobre los estrados preparados.


A las nueve llegó la señora primera presidenta. Como era después de la reina la persona de mayor consideración de la fiesta, fue recibida por los señores del Ayuntamiento y colocada en el palco frontero al que debía ocupar la reina.


A las diez se trajo la colación de confituras para el rey en la salita del lado de la iglesia Saint-Jean, y ello frente al aparador de plata del Ayuntamiento, que era guardado por cuatro arqueros.


A medianoche se oyeron grandes gritos y numerosas aclamaciones: era el rey que avanzaba a través de las calles que conducen del Louvre al palacio del Ayuntamiento, y que estaban iluminadas con linternas de color.


Al punto los señores regidores, vestidos con sus trajes de paño y precedidos por seis sargentos, cada uno de los cuales llevaba un hachón en la mano, fueron ante el rey, a quien encontraron en las gradas, donde el preboste de los comerciantes le dio la bienvenida, cumplida la cual Su Majestad respondió excusándose de haber venido tan tarde, pero cargando la culpa sobre el señor cardenal, que lo había retenido hasta las once para hablar de los asuntos del Estado.


Su Majestad, en traje de ceremonia, estaba acompañado por S. A. R. Monsieur[113], por el conde de Soissons, por el gran prior[114], por el duque de Longueville, por el duque D’Elbeuf, por el conde D’Harcourt, por el conde de La Roche-Guyon, por el señor de Liancourt, por el señor de Baradas[115], por el conde de Cramail y por el caballero de Souveray.


Todos observaron que el rey tenía aire triste y preocupado.

Mar 29, 202416:52
021- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

021- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XXI

La condesa de Winter

Durante el camino, el duque se hizo poner al corriente por D’Artagnan no de cuanto había pasado, sino de lo que D’Artagnan sabía. Al unir lo que había oído salir de la boca del joven a sus recuerdos propios, pudo, pues, hacerse una idea bastante exacta de una situación, de cuya gravedad, por lo demás, la carta de la reina, por corta y poco explícita que fuese, le daba la medida. Pero lo que le extrañaba sobre todo es que el cardenal, interesado como estaba en que aquel joven no pusiera el pie en Inglaterra, no hubiera logrado detenerlo en ruta.


Fue entonces, y ante la manifestación de esta sorpresa, cuando D’Artagnan le contó las precauciones tomadas, y cómo gracias a la abnegación de sus tres amigos, que había diseminado todo ensangrentados en el camino, había llegado a librarse, salvo la estocada que había atravesado el billete de la reina y que había devuelto al señor de Wardes en tan terrible moneda. Al escuchar este relato hecho con la mayor simplicidad, el duque miraba de vez en cuando al joven con aire asombrado, como si no hubiera podido comprender que tanta prudencia, coraje y abnegación hubieran venido a un rostro que no indicaba todavía los veinte años.


Los caballos iban como el viento y en algunos minutos estuvieron a las puertas de Londres. D’Artagnan había creído que al llegar a la ciudad el duque aminoraría la marcha del suyo, pero no fue así: continuó su camino a todo correr, inquietándose poco de si derribaba a quienes se hallaban en su camino. En efecto, al atravesar la ciudad, ocurrieron dos o tres accidentes de este género; pero Buckingham no volvió siquiera la cabeza para mirar qué había sido de aquellos a los que había volteado. D’Artagnan le seguía en medio de gritos que se parecían mucho a maldiciones.


Al entrar en el patio del palacio, Buckingham saltó de su caballo y, sin preocuparse por lo que le ocurriría, lanzó la brida sobre el cuello y se abalanzó hacia la escalinata. D’Artagnan hizo otro tanto, con alguna inquietud más sin embargo, por aquellos nobles animales cuyo mérito había podido apreciar; pero tuvo el consuelo de ver que tres o cuatro criados se habían lanzado de las cocinas y las cuadras y se apoderaban al punto de sus monturas.


El duque caminaba tan rápidamente que D’Artagnan apenas podía seguirlo. Atravesó sucesivamente varios salones de una elegancia de la que los mayores señores de Francia no tenían siquiera idea, y llegó por fin a un dormitorio que era a la vez un milagro de gusto y de riqueza. En la alcoba de esta habitación había una puerta, oculta en la tapicería, que el duque abrió con una llavecita de oro que llevaba colgada de su cuello por una cadena del mismo metal. Por discreción, D’Artagnan se había quedado atrás; pero en el momento en que Buckingham franqueaba el umbral de aquella puerta, se volvió, y viendo la indecisión del joven:


—Venid —le dijo—, y si tenéis la dicha de ser admitido en presencia de Su Majestad, decidle lo que habéis visto.


Alentado por esta invitación, D’Artagnan siguió al duque, que cerró la puerta tras él.


Los dos se encontraron entonces en una pequeña capilla tapizada toda ella de seda de Persia y brocada de oro, ardientemente iluminada por un gran número de bujías. Encima de una especie de altar, y debajo de un dosel de terciopelo azul coronado de plumas blancas y rojas, había un retrato de tamaño natural representando a Ana de Austria, tan perfectamente parecido que D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa: se hubiera creído que la reina iba a hablar.


Sobre el altar, y debajo del retrato, estaba el cofre que guardaba los herretes de diamantes.


El duque se acercó al altar, se arrodilló como hubiera podido hacerlo un sacerdote ante Cristo; luego abrió el cofre.

Mar 29, 202421:52
020 - Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

020 - Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


apítulo XX

El viaje

Alas dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de París por la puerta de Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes.


A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.


El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.


Los seguían los criados, armados hasta los dientes.


Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre[108]. Ordenaron a los lacayos no desensillar los caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente.


Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.


Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesía.


Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su espada.


—Habéis hecho una tontería —dijo Athos—; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.


Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.


—¡Uno! —dijo Athos al cabo de quinientos pasos.


—Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? —preguntó Aramis.


—Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe —dijo D’Artagnan.


—Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría —murmuró Athos.


Y los viajeros continuaron su ruta.


En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en camino.


A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.


Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.

Mar 28, 202426:24
019- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

019- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XIX

Plan de campaña

D’Artagnan se dirigió directamente a casa del señor de Tréville. Había pensado que, en pocos minutos, el cardenal sería advertido por aquel maldito desconocido que parecía ser su agente, y pensaba con razón que no había un instante que perder.


El corazón del joven desbordaba de alegría. Ante él se presentaba una ocasión en la que había a la vez gloria que adquirir y dinero que ganar, y como primer aliento acababa de acercarle a una mujer a la que adoraba. Este azar, de golpe, hacía por él más que lo que hubiera osado pedir a la Providencia.


El señor de Tréville estaba en su salón con su corte habitual de gentileshombres. D’Artagnan, a quien se conocía como familiar de la casa, fue derecho a su gabinete y le avisó de que le esperaba para una cosa importante.


D’Artagnan estaba allí hacía apenas cinco minutos cuando el señor de Tréville entró. A la primera ojeada y ante la alegría que se pintó sobre su rostro, el digno capitán comprendió que efectivamente pasaba algo nuevo.


Durante todo el camino, D’Artagnan se había preguntado si se confiaría al señor de Tréville o si solamente le pediría concederle carta blanca para un asunto secreto. Pero el señor de Tréville había sido siempre tan perfecto para él, era tan adicto al rey y a la reina, odiaba tan cordialmente al cardenal, que el joven resolvió decirle todo.


—¿Me habéis hecho llamar, mi joven amigo? —dijo el señor de Tréville.


—Sí, señor —dijo D’Artagnan—, y espero que me perdonéis por haberos molestado cuando sepáis el importante asunto de que se trata.


—Decid entonces, os escucho.


—No se trata de nada menos —dijo D’Artagnan bajando la voz que del honor y quizá de la vida de la reina.


—¿Qué decís? —preguntó el señor de Tréville mirando en torno suyo si estaban completamente solos y volviendo a poner su mirada interrogadora en D’Artagnan.


—Digo, señor, que el azar me ha hecho dueño de un secreto…


—Que yo espero que guardaréis, joven, por encima de vuestra vida.


—Pero que debo confiaros a vos, señor, porque sólo vos podéis ayudarme en la misión que acabo de recibir de Su Majestad.


—¿Ese secreto es vuestro?


—No, señor, es de la reina.


—¿Estáis autorizado por Su Majestad para confiármelo?


—No, señor, porque, al contrario, se me ha recomendado el más profundo misterio.


—¿Por qué entonces ibais a traicionarlo por mí?


—Porque ya os digo que sin vos no puedo nada y porque tengo miedo de que me neguéis la gracia que vengo a pediros si no sabéis con qué objeto os lo pido.


—Guardad vuestro secreto, joven, y decidme lo que deseáis.


—Deseo que obtengáis para mí, del señor des Essarts, un permiso de quince días.


—¿Cuándo?


—Esta misma noche.


—¿Abandonáis París?


—Voy con una misión.


—¿Podéis decirme adónde?

Mar 26, 202417:40
018- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

018- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XVIII

El amante y el marido

–¡Ay, señora! —dijo D’Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven—. Permitidme decíroslo, tenéis un triste marido.


—¡Entonces habéis oído nuestra conversación! —preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D’Artagnan con inquietud.


—Toda entera.


—Dios mío, ¿cómo?


—Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.


—¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos?


—Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.


La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.


—¿Y qué garantía me daréis —preguntó— si consiento en confiaros esta misión?


—Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?


—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró la joven—. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un niño!


—Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.


—Confieso que eso me tranquilizaría mucho.


—¿Conocéis a Athos?


—No.


—¿A Porthos?


—No.


—¿A Aramis?


—No. ¿Quiénes son esos señores?


—Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?


—¡Oh, sí, a ese lo conozco! No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.


—¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?


—¡Oh, no, seguro que no!


—Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.


—Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.


—Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux —dijo D’Artagnan con despecho.


—Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.


—Sin embargo yo, como veis, os amo.


—Vos lo decís.


—¡Soy un hombre galante!


—Lo creo.


—¡Soy valiente!

Mar 25, 202414:59
017- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

017- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XVII

El matrimonio Bonacieux

Era la segunda vez que el cardenal insistía en ese punto de los herretes de diamantes con el rey. Luis XIII quedó sorprendido, pues, por aquella insistencia, y pensó que tal recomendación ocultaba algún misterio.


Más de una vez el rey había sido humillado porque el cardenal —cuya policía, sin haber alcanzado la perfección de la policía moderna, era excelente— estuviese mejor informado que él mismo de lo que pasaba en su propio matrimonio. Esperó, pues, sacar, de un encuentro con Ana de Austria, alguna luz de aquella conversación y volver luego junto a Su Eminencia con algún secreto que el cardenal supiese o no supiese, lo cual, tanto en un caso como en otro, le realzaba infinitamente a los ojos de su ministro.


Fue, pues, en busca de la reina y, según su costumbre, la abordó con nuevas amenazas contra quienes la rodeaban. Ana de Austria bajó la cabeza y dejó pasar el torrente sin responder, esperando que terminaría por detenerse; pero no era eso lo que quería Luis XIII; Luis XIII quería una discusión de la que saliese alguna luz nueva, convencido como estaba de que el cardenal tenía alguna segunda intención y maquinaba una sorpresa terrible como sabía hacer Su Eminencia. Y llegó a esa meta con su persistencia en acusar.


—Pero —exclamó Ana de Austria, cansada de aquellos vagos ataques—, pero sire, no me decís todo lo que tenéis en el corazón. ¿Qué he hecho yo? Veamos, ¿qué nuevo crimen he cometido? Es posible que Vuestra Majestad haga todo este escándalo por una carta escrita a mi hermano.


El rey, atacado a su vez de una manera tan directa, no supo qué responder; pensó que aquel era el momento de colocar la recomendación que no debía hacer más que la víspera de la fiesta.


—Señora —dijo con majestad—, habrá dentro de poco un baile en el Ayuntamiento; espero que para honrar a nuestros valientes regidores aparezcáis en traje de ceremonia y sobre todo adornada con los herretes de diamantes que os he dado por vuestro cumpleaños. Esa es mi respuesta.


La respuesta era terrible. Ana de Austria creyó que Luis XIII lo sabía todo, y que el cardenal había conseguido de él ese largo disimulo de siete a ocho días, que cuadraba por lo demás con su carácter. Se puso excesivamente pálida, apoyó sobre una consola su mano de admirable belleza y que parecía en ese momento una mano de cera y, mirando al rey con los ojos espantados, no respondió ni una sola sílaba.


—¿Habéis oído, señora? —dijo el rey, que gozaba con aquel embarazo en toda su extensión, pero sin adivinar la causa—. ¿Habéis oído?


—Sí, sire, he oído —balbuceó la reina.


—¿Iréis a ese baile?


—Sí.


—¿Con vuestros herretes?


La palidez de la reina aumentó aún más, si es que era posible; el rey se percató de ello, y lo disfrutó con esa fría crueldad que era una de las partes malas de su carácter.


—Entonces, convenido —dijo el rey—. Eso era todo lo que tenía que deciros.


—Pero ¿qué día tendrá lugar el baile? —preguntó Ana de Austria. Luis XIII sintió instintivamente que no debía responder a aquella pregunta, pues la reina la había hecho con una voz casi moribunda.


—Muy pronto, señora —dijo—; pero no me acuerdo con precisión de la fecha del día, se la preguntaré al cardenal.


—¿Ha sido el cardenal quien os ha anunciado esa fiesta? —exclamó la reina.

Mar 25, 202429:00
016- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

016- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XVI

Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo hacía antaño

Es imposible hacerse una idea de la impresión que estas pocas palabras produjeron en Luis XIII. Enrojeció y palideció sucesivamente; y el cardenal vio en seguida que acababa de conquistar de un solo golpe todo el terreno que había perdido.


—¡El señor de Buckingham en París! —exclamó—. ¿Y qué viene a hacer?


—Sin duda, a conspirar con vuestros enemigos los hugonotes y los españoles.


—¡No, pardiez, no! ¡A conspirar contra mi honor con la señora de Chevreuse, la señora de Longueville[97] y los Condé[98]!


—¡Oh sire, qué idea! La reina es demasiado prudente y, sobre todo, ama demasiado a Vuestra Majestad.


—La mujer es débil, señor cardenal —dijo el rey—; y en cuanto a amarme mucho, tengo hecha mi opinión sobre ese amor.


—No por ello dejo de mantener —dijo el cardenal— que el duque de Buckingham ha venido a París por un plan completamente político.


—Y yo estoy seguro de que ha venido por otra cosa, señor cardenal; pero si la reina es culpable, ¡que tiemble!


—Por cierto —dijo el cardenal—, por más que me repugne detener mi espíritu en una traición semejante, Vuestra Majestad me da que pensar: la señora de Lannoy, a quien por orden de Vuestra Majestad he interrogado varias veces, me ha dicho esta mañana que la noche pasada Su Majestad había estado en vela hasta muy tarde, que esta mañana había llorado mucho y que durante todo el día había estado escribiendo.


—A él indudablemente —dijo el rey—. Cardenal, necesito los papeles de la reina.


—Pero ¿cómo cogerlos, sire? Me parece que no es Vuestra Majestad ni yo quienes podemos encargarnos de una misión semejante.


—¿Cómo se cogieron cuando la mariscala D’Ancre[99]? —exclamó el rey en el más alto grado de cólera—. Se registraron sus armarios y por último se la registró a ella misma.


—La mariscala D’Ancre no era más que la mariscala D’Ancre, una aventurera florentina, sire, eso es todo, mientras que la augusta esposa de Vuestra Majestad es Ana de Austria, reina de Francia, es decir, una de las mayores princesas del mundo.


—Por eso es más culpable, señor duque. Cuanto más ha olvidado la alta posición en que estaba situada, tanto más bajo ha descendido. Además, hace tiempo que estoy decidido a terminar con todas sus pequeñas intrigas de política y de amor. A su lado tiene también a un tal La Porte…


—A quien yo creo la clave de todo esto, lo confieso —dijo el cardenal.


—Entonces, ¿vos pensáis, como yo, que ella me engaña? —dijo el rey.


—Yo creo, y lo repito a Vuestra Majestad, que la reina conspira contra el poder de su rey, pero nunca he dicho contra su honor.


—Y yo os digo que contra los dos; yo os digo que la reina no me ama; yo os digo que ama a otro; ¡os digo que ama a ese infame duque de Buckingham! ¿Por qué no lo habéis hecho arrestar mientras estaba en París?

Mar 13, 202426:07
015- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

015- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XV

Gentes de toga y gentes de espada

Al día siguiente de aquel en que estos acontecimientos tuvieron lugar, no habiendo reaparecido Athos todavía, el señor de Tréville fue avisado por D’Artagnan y por Porthos de su desaparición.


En cuanto a Aramis, había solicitado un permiso de cinco días y estaba en Rouen, según decían, por asuntos de familia.


El señor de Tréville era el padre de sus soldados. El menor y más desconocido de ellos, desde el momento en que llevaba el uniforme de la compañía, estaba tan seguro de su ayuda y de su apoyo como habría podido estarlo de su propio hermano.


Se presentó, pues, al momento ante el teniente de lo criminal. Se hizo venir al oficial que mandaba el puesto de la Croix-Rouge, y los informes sucesivos mostraron que Athos se hallaba alojado momentáneamente en Fort-l’Évêque.


Athos había pasado por todas las pruebas que hemos visto sufrir a Bonacieux.


Hemos asistido a la escena de careo entre los dos cautivos. Athos, que nada había dicho hasta entonces por miedo a que D’Artagnan, inquieto a su vez no hubiera tenido el tiempo que necesitaba, Athos declaró a partir de ese momento que se llamaba Athos y no D’Artagnan.


Añadió que no conocía ni al señor ni a la señora Bonacieux, que jamás había hablado con el uno ni con la otra; que hacia las diez de la noche había ido a hacer una visita al señor D’Artagnan, su amigo, pero que hasta esa hora había estado en casa del señor de Tréville donde había cenado: veinte testigos —añadió— podían atestiguar el hecho y nombró a varios gentileshombres distinguidos, entre otros al señor duque de La Trémouille.


El segundo comisario quedó tan aturdido como el primero por la declaración simple y firme de aquel mosquetero, sobre el cual de buena gana habrían querido tomar la revancha que las gentes de toga tanto gustan de obtener sobre las gentes de espada; pero el nombre del señor de Tréville y el del señor duque de La Trémouille merecían reflexión.


También Athos fue enviado al cardenal, pero desgraciadamente el cardenal estaba en el Louvre con el rey.


Era precisamente el momento en que el señor de Tréville, al salir de casa del teniente de lo criminal y de la del gobernador del Fort-l’Evêque, sin haber podido encontrar a Athos, llegó al palacio de Su Majestad.


Como capitán de los mosqueteros, el señor de Tréville tenía a toda hora acceso al rey.


Ya se sabe cuáles eran las prevenciones del rey contra la reina, prevenciones hábilmente mantenidas por el cardenal que, en cuestión de intrigas, desconfiaba infinitamente más de las mujeres que de los hombres. Una de las grandes causas de esa prevención era sobre todo la amistad de Ana de Austria con la señora de Chevreuse. Estas dos mujeres le inquietaban más que las guerras con España, las complicaciones con Inglaterra y la penuria de las finanzas. A sus ojos y en su pensamiento, la señora de Chevreuse servía a la reina no sólo en sus intrigas políticas, sino, cosa que le atormentaba más aún, en sus intrigas amorosas.


A la primera frase que le había dicho el señor cardenal, que la señora de Chevreuse, exiliada en Tours y a la que se creía en esa ciudad, había venido a París y que durante los cinco días que había permanecido en ella había despistado a la policía, el rey se había encolerizado con furia. Caprichoso e infiel, el rey quería ser llamado Luis el Justo y Luis el Casto. La posteridad comprenderá difícilmente este carácter que la historia sólo explica por hechos y nunca por razonamientos.

Mar 12, 202417:45
014- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

014- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XIV

El hombre de Meung

Aquella reunión era producida no por la espera de un hombre al que debían colgar, sino por la contemplación de un ahorcado.


El coche, detenido un instante, prosiguió, pues, su marcha, atravesó la multitud, continuó su camino, enfiló la calle Saint-Honoré, volvió la calle des Bons-Enfants y se detuvo ante una puerta baja.


La puerta se abrió, dos guardias recibieron en sus brazos a Bonacieux, sostenido por el exento; lo metieron por una avenida, lo hicieron subir una escalera y lo depositaron en una antecámara.


Todos estos movimientos eran realizados por él de una forma maquinal.


Había andado como se anda en sueños; había entrevisto los objetos a través de una niebla; sus oídos habían percibido los sonidos sin comprenderlos; hubieran podido ejecutarlo en aquel momento sin que él hubiera hecho un gesto para emprender su defensa, sin que hubiera lanzado un grito para implorar piedad.


Permaneció, pues, sentado de este modo en la banqueta, con la espalda apoyada en la pared y los brazos colgantes, en la misma postura en que los guardias lo habían depositado.


Sin embargo, como al mirar en torno suyo no viese ningún objeto amenazador, como nada indicase que corría un peligro real, como la banqueta estaba convenientemente blanda, como la pared estaba recubierta de hermoso cuero de Córdoba, como grandes cortinas de damasco rojo flotaban ante la ventana, retenidas por alzapaños de oro, comprendió poco a poco que su terror era exagerado, y comenzó a mover la cabeza de derecha a izquierda y de arriba abajo.


Con este movimiento, al que nadie se opuso, recuperó algo de valor y se arriesgó a encoger una pierna, luego la otra; por fin, ayudándose de sus dos manos, se levantó de la banqueta y se encontró sobre sus pies.


En aquel momento, un oficial de buen aspecto abrió una portezuela, continuó cambiando aún algunas palabras con una persona que se encontraba en la habitación vecina y, volviéndose hacia el prisionero, dijo:


—¿Sois vos quien se llama Bonacieux?


—Sí, señor oficial —balbuceó el mercero, más muerto que vivo—, para serviros.


—Entrad —dijo el oficial.


Y se echó a un lado para que el mercero pudiera pasar. Aquel obedeció sin réplica y entró en la habitación en la que parecía ser esperado.


Era un gran gabinete, de paredes adornadas con armas ofensivas y defensivas, cerrado y sofocante, y en el que ya había fuego aunque todavía apenas fuera a finales del mes de septiembre. Una mesa cuadrada, cubierta de libros y papeles sobre los que había, desenrollado, un piano inmenso de la ciudad de La Rochelle, estaba en medio de la pieza.


De pie ante la chimenea estaba un hombre de mediana talla, de aspecto altivo y orgulloso, de ojos penetrantes, de frente amplia, de rostro enteco que alargaba más incluso una perilla coronada por un par de mostachos. Aunque aquel hombre tuviera de treinta y seis a treinta y siete años apenas, pelo, mostacho y perilla iban agrisándose. Aquel hombre, menos la espada, tenía todo el aspecto de un hombre de guerra, y sus botas de búfalo, aún ligeramente cubiertas de polvo, indicaban que había montado a caballo durante el día.

Mar 11, 202421:04
013- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

013- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XIII

El señor Bonacieux

Como se ha podido observar, en todo esto había un personaje que, pese a su posición, no había parecido inquietarse más que a medias; este personaje era el señor Bonacieux, respetable mártir de las intrigas políticas y amorosas que tan bien se encadenaban unas a otras, en aquella época a la vez tan caballeresca y tan galante.


Afortunadamente —lo recuerde el lector o no lo recuerde—, afortunadamente hemos prometido no perderlo de vista.


Los esbirros que lo habían detenido lo condujeron directamente a la Bastilla, donde, todo tembloroso, se le hizo pasar por delante de un pelotón de soldados que cargaban sus mosquetes.


Allí, introducido en una galería semisubterránea, fue objeto, por parte de quienes lo habían llevado, de las más groseras injurias y del más feroz trato. Los esbirros veían que no se las habían con un gentilhombre, y lo trataban como a verdadero patán.


Al cabo de media hora aproximadamente, un escribano vino a poner fin a sus torturas, pero no a sus inquietudes, dando la orden de conducir al señor Bonacieux a la cámara de interrogatorios. Generalmente se interrogaba a los prisioneros en sus casas, pero con el señor Bonacieux no se guardaban tantas formas.


Dos guardias se apoderaron del mercero, le hicieron atravesar un patio, le hicieron adentrarse por un corredor en el que había tres centinelas, abrieron una puerta y lo empujaron en una habitación baja, donde por todo mueble no había más que una mesa, una silla y un comisario.


El comisario estaba sentado en la silla y se hallaba ocupado escribiendo algo sobre la mesa. Los dos guardias condujeron al prisionero ante la mesa y, a una señal del comisario, se alejaron fuera del alcance de la voz.


El comisario, que hasta entonces había mantenido la cabeza inclinada sobre sus papeles, la alzó para ver con quién tenía que habérselas. Aquel comisario era un hombre de facha repelente, la nariz puntiaguda, las mejillas amarillas y salientes, los ojos pequeños pero investigadores y vivos, y la fisonomía tenía al mismo tiempo algo de garduña y de zorro. Su cabeza sostenida por un cuello largo y móvil, salía de su amplio traje negro balanceándose con un movimiento casi parecido al de la tortuga cuando saca su cabeza fuera de su caparazón.


Comenzó por preguntar al señor Bonacieux sus apellidos y su nombre, su edad, su estado y su domicilio.


El acusado respondió que se llamaba Jacques-Michel Bonacieux, que tenía cincuenta y un años, mercero retirado, y que vivía en la calle des Fossoyeurs, número 11.[89]


Entonces el comisario, en lugar de continuar interrogándole, le soltó un largo discurso sobre el peligro que corre un burgués oscuro mezclándose en asuntos públicos.


Complicó este exordio con una exposición en la que contó el poder y los actos del señor cardenal, aquel ministro incomparable, aquel triunfador de los ministros pasados, aquel ejemplo de los ministros futuros: actos y poder a los que nadie se oponía impunemente.


Después de esta segunda parte de su discurso, fijando su mirada de gavilán sobre el pobre Bonacieux, lo invitó a reflexionar sobre la gravedad de la situación.


Las reflexiones del mercero estaban ya hechas; lanzaba pestes contra el momento en que el señor de La Porte había tenido la idea de casarlo con su ahijada, y sobre todo contra el momento en que esta ahijada había sido admitida como costurera de la reina.

Mar 10, 202418:22
012- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

012- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XII

Georges Villiers, duque de Buckingham

La señora Bonacieux y el duque entraron en el Louvre sin dificultad; la señora Bonacieux era conocida por pertenecer a la reina; el duque llevaba el uniforme de los mosqueteros del señor de Tréville que, como hemos dicho, estaba de guardia aquella noche. Además, Germain era adicto a los intereses de la reina, y si algo pasaba, la señora Bonacieux sería acusada de haber introducido a su amante en el Louvre, eso es todo; cargaba con el crimen: su reputación estaba perdida, cierto, pero ¿qué valor tiene en el mundo la reputación de una simple mercera?


Un vez entrados en el interior del patio, el duque y la joven siguieron el pie de los muros durante un espacio de unos veinticinco pasos; recorrido ese espacio la señora Bonacieux empujó una pequeña puerta de servicio, abierta durante el día, pero cerrada generalmente por la noche; la puerta cedió; los dos entraron y se encontraron en la oscuridad, pero la señora Bonacieux conocía todas las vueltas y revueltas de aquella parte del Louvre, destinada a las personas de la servidumbre. Cerró las puertas tras ella, tomó al duque por la mano, dio algunos pasos a tientas, asió una barandilla, tocó con el pie un escalón y comenzó a subir la escalera; el duque contó dos pisos. Entonces ella torció a la derecha, siguió un largo corredor, volvió a bajar un piso, dio algunos pasos más todavía, introdujo una llave en una cerradura, abrió una puerta y empujó al duque en una habitación iluminada solamente por una lámpara de noche diciendo: «Quedad aquí, milord duque, vendrán». Luego salió por la misma puerta, que cerró con llave, de suerte que el duque se encontró literalmente prisionero.


Sin embargo, por más solo que se encontraba, hay que decirlo, el duque de Buckingham no experimentó por un instante siquiera temor; uno de los rasgos salientes de su carácter era la búsqueda de la aventura y el amor por lo novelesco. Valiente, osado, emprendedor, no era la primera vez que arriesgaba su vida en semejantes tentativas; había sabido que aquel presunto mensaje de Ana de Austria, fiado en el cual había venido a París, era una trampa, y en lugar de regresar a Inglaterra, abusando de la posición en que se le había puesto, había declarado a la reina que no partiría sin haberla visto. La reina se había negado rotundamente al principio, luego había temido que el duque, exasperado, cometiese alguna locura. Ya estaba decidida a recibirlo y a suplicarle que partiese al punto cuando, la tarde misma de aquella decisión, la señora Bonacieux, que estaba encargada de ir a buscar al duque y conducirle al Louvre, fue raptada. Durante dos días se ignoró completamente lo que había sido de ella, y todo quedó en suspenso. Pero una vez libre, una vez puesta de nuevo en contacto con La Porte, las cosas habían recuperado su curso, y ella acababa de realizar la peligrosa empresa que, sin su arresto, habría ejecutado tres días antes.


Buckingham, que se había quedado solo, se acercó a un espejo. Aquel vestido de mosquetero le iba de maravilla.


A los treinta y cinco años que entonces tenía, pasaba, y con razón, por el gentilhombre más hermoso y por el caballero más elegante de Francia y de Inglaterra.


Favorito de dos reyes, rico en millones, todopoderoso en el reino que agitaba según su fantasía y calmaba a su capricho, Georges Villiers, duque de Buckingham, había emprendido una de esas existencias fabulosas que quedan en el curso de los siglos como asombro para la posteridad.


Por eso, seguro de sí mismo, convencido de su poder, cierto de que las leyes que rigen a los demás hombres no podían alcanzarlo, iba derecho al fin que se había fijado, por más que ese fin fuera tan elevado y tan deslumbrante que para cualquier otro sólo mirarlo habría sido locura. Así es como había conseguido acercarse varias veces a la bella y orgullosa Ana de Austria y hacerse amar a fuerza de deslumbramiento.

Mar 09, 202418:56
011- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

011- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo XI

La intriga se anula

Una vez hecha la visita al señor de Tréville, D’Artagnan tomó, todo pensativo, el camino más largo para regresar a su casa.


¿En qué pensaba D’Artagnan, que se apartaba así de su ruta, mirando las estrellas del cielo, tan pronto suspirando como sonriendo?


Pensaba en la señora Bonacieux. Para un aprendiz de mosquetero, la joven era casi una idealidad amorosa. Bonita, misteriosa, iniciada en casi todos los secretos de la corte, que reflejaban tanta encantadora gravedad sobre sus trazos graciosos, era sospechosa de no ser insensible, lo cual es un atractivo irresistible para los amantes novicios; además, D’Artagnan la había liberado de manos de aquellos demonios que querían registrarla y maltratarla, y este importante servicio había establecido entre ella y él uno de esos sentimientos de gratitud que fácilmente adoptan un carácter más tierno.


D’Artagnan se veía ya, ¡tan deprisa caminan los sueños en alas de la imaginación!, abordado por un mensajero de la joven que le daba algún billete de cita, una cadena de oro o un diamante. Ya hemos dicho que los jóvenes caballeros recibían sin vergüenza de su rey: añadamos que, en aquel tiempo de moral fácil, no tenían tampoco vergüenza con sus amantes, ni de que éstas les dejaran casi siempre preciosos y duraderos recuerdos, como si ellas hubieran tratado de conquistar la fragilidad de sus sentimientos con la solidez de sus dones.


Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. Las que no eran más que bellas, daban su belleza, y de ahí viene sin duda el proverbio según el cual la joven más bella del mundo no puede dar más que lo que tiene. Las que eran ricas daban además una parte de su dinero, y se podría citar un buen número de héroes de esa galante época que no hubieran ganado ni sus espuelas primero, ni sus batallas luego, sin la bolsa más o menos provista que su amante ataba al arzón de su silla.


D’Artagnan no poseía nada: la indecisión del provinciano, barniz ligero, flor efímera, vello de melocotón, se había evaporado al viento de los consejos poco ortodoxos que los tres mosqueteros daban a su amigo. D’Artagnan, siguiendo la extraña costumbre de la época, miraba a París como en campaña, y esto ni más ni menos que en Flandes: el español allá lejos, la mujer aquí. Por todas partes había un enemigo que combatir contribuciones que alcanzar.


Pero, digámoslo, por ahora D’Artagnan estaba movido por un sentimiento más noble y más desinteresado. El mercero le había dicho que era rico: el joven había podido adivinar que, con un necio como lo era el señor Bonacieux, debía ser la mujer quien tenía la llave de la bolsa. Pero todo esto no había influido para nada en el sentimiento producido por la visita de la señora Bonacieux, y el interés había permanecido casi extraño a este comienzo de amor que había sido la continuación. Decimos casi, porque la idea de que una mujer joven, bella, graciosa, espiritual, es rica al mismo tiempo, nada quita a ese comienzo de amor, todo lo contrario, lo corrobora.


Hay en la holgura una multitud de cuidados y de caprichos aristocráticos que le van bien a la belleza. Unas medias finas y blancas, un vestido de seda, un bordado de encaje, una bonita zapatilla en el pie, una cinta nueva en la cabeza, no hacen bonita a una mujer fea, pero hacen bella a una mujer bonita, sin contar que las manos ganan con todo esto; las manos, sobre todo en las mujeres, necesitan permanecer ociosas para permanecer bellas.

Mar 08, 202434:31
010- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

010- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo X

Una ratonera en el siglo XVII

La invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.


Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem[77], y como desde que escribimos —y hace ya unos quince años de esto— es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.


Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del establecimiento.


He ahí lo que es una ratonera.


Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido e interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D’Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.


Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.


El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.


En cuanto a D’Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el ensamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.


—¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra persona?


—¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona?


—¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?


—Si supieran algo, no preguntarían así —se dijo a sí mismo D’Artagnan—. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de Buckingham se halla en París y si ha tenido o debe tener alguna entrevista con la reina.


D’Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de verosimilitud.


Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D’Artagnan también.


La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D’Artagnan para ir a casa del señor de Tréville cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de caer en la ratonera.

Mar 07, 202419:22
009- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

009- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo IX

D’Artagnan se perfila

Como habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D’Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. D’Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada.


Mientras D’Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D’Artagnan encontró la reunión al completo.


—¿Y bien? —dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D’Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera.


—¡Y bien! —exclamó éste arrojando la espada sobre la cama—. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro.


—¿Creéis en las apariciones? —le preguntó Athos a Porthos.


—Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.


—La Biblia —dijo Aramis— hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl[73] y es un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda, Porthos.


—En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.


—¿Cómo? —dijeron a la vez Porthos y Aramis.


En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D’Artagnan con la mirada.


—Planchet —dijo D’Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación—, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.


—¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? —preguntó Porthos.


—Sí —respondió D’Artagnan—, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar otro.


—Hay que usar y no abusar —dijo silenciosamente Aramis.


—Siempre he dicho que D’Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro —dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D’Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado.


—Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? —preguntó Porthos.


—Sí —dijo Aramis——, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.


—Tranquilizaos —respondió D’Artagnan—, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.

Mar 06, 202416:12
008- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

008- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo VIII

Una intriga de corte

Sin embargo, las cuarenta pistolas del rey Luis XIII, como todas las cosas de este mundo, después de haber tenido un comienzo habían tenido un fin, y a partir de ese fin nuestros cuatro compañeros habían caído en apuros. Al principio Athos sostuvo durante algún tiempo a la asociación con sus propios dineros. Le había sucedido Porthos, y gracias a una de esas desapariciones a las que estaban habituados durante casi quince días había subvenido aún a las necesidades de todos; por fin había llegado la vez de Aramis, que había cumplido de buena gana, y que, según decía, vendiendo sus libros de teología había logrado procurarse algunas pistolas.


Entonces, como de costumbre, recurrieron al señor de Tréville, que dio algunos adelantos sobre el sueldo; pero aquellos adelantos no podían llevar muy lejos a tres mosqueteros que tenían muchas cuentas atrasadas, y a un guardia que no las tenía siquiera.


Finalmente, cuando se vio que iba a faltar de todo, se reunieron en un último esfuerzo ocho o diez pistolas que Porthos jugó. Desgraciadamente, estaba en mala vena: perdió todo, además de veinticinco pistolas sobre palabra.


Entonces los apuros se convirtieron en penuria: se vio a los hambrientos seguidos de sus lacayos correr las calles y los cuerpos de guardia, trincando de sus amigos de fuera todas las cenas que pudieron encontrar; porque, siguiendo la opinión de Aramis, en la prosperidad había que sembrar comidas a diestro y siniestro para recoger algunas en la desgracia.


Athos fue invitado cuatro veces y llevó cada vez a sus amigos con sus criados. Porthos tuvo seis ocasiones e hizo lo propio con sus camaradas; Aramis tuvo ocho. Era un hombre que, como se habrá podido comprender, hacía poco ruido y mucha tarea.


En cuanto a D’Artagnan, que no conocía aún a nadie en la capital, no halló más que un desayuno de chocolate en casa de un cura de su región, y una cena en casa de un corneta de los guardias. Llevó su ejército a casa del cura, a quien devoraron sus provisiones de dos meses, y a casa del corneta, que hizo maravillas; pero, como decía Planchet, sólo se come una vez, aunque se coma mucho.


D’Artagnan se encontró, pues, bastante humillado por no tener más que una comida y media —porque el desayuno en casa del cura no podía contar más que por media comida— que ofrecer a sus compañeros a cambio de los festines que se habían procurado Athos, Porthos y Aramis. Se creía en deuda con la sociedad, olvidando, en su buena fe completamente juvenil, que él había alimentado a aquella compañía durante un mes, y su espíritu inquieto se puso a trabajar activamente. Reflexionó que aquella coalición de cuatro hombres jóvenes, valientes, emprendedores y activos debía tener otra meta que paseos contoneándose, lecciones de esgrima y bromas más o menos ingeniosas.


En efecto, cuatro hombres como ellos, cuatro hombres consagrados unos a otros desde la bolsa hasta la vida, cuatro hombres apoyándose siempre, sin retroceder nunca, ejecutando aisladamente o juntos las resoluciones adoptadas en común: cuatro brazos amenazando los cuatro puntos cardinales o volviéndose hacia un solo punto debían inevitablemente, bien de modo subterráneo, bien a la luz, bien a cara descubierta, bien mediante labor de zapa, bien por la astucia, bien por la fuerza, abrirse camino hacia la meta que quisieran alcanzar, por más prohibida o alejada que estuviese. Lo único que asombraba a D’Artagnan es que sus compañeros no hubieran pensado esto.


El sí, él lo pensaba, y seriamente incluso, estrujándose el cerebro para encontrar dirección a aquella fuerza única multiplicada por cuatro, con la que no dudaba que, como con la palanca que buscaba Arquímedes[70], se podía levantar el mundo, cuando llamaron suavemente a la puerta. D’Artagnan despertó a Planchet y le ordenó ir a abrir.


Mar 04, 202416:27
007- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

007- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo VII

Los mosqueteros por dentro

Cuando D’Artagnan estuvo fuera del Louvre y hubo consultado a sus amigos sobre el empleo que debía hacer de su parte de las cuarenta pistolas, Athos le aconsejó que encargase una buena comida en la Pomme de Pin[63], Porthos que tomase un lacayo, y Aramis que se echase una amante conveniente.


La comida se celebró aquel mismo día, y el lacayo sirvió la mesa. La comida había sido encargada por Athos y el lacayo proporcionado por Porthos. Era un picardo al que el glorioso mosquetero había contratado aquel mismo día y para esta ocasión en el puente de la Tournelle, mientras hacía círculos al escupir en el agua.


Porthos había pretendido que tal ocupación era prueba de una organización reflexiva y contemplativa, y lo había llevado sin más recomendación. La gran cara de aquel gentilhombre, a cuya cuenta se creyó contratado, había seducido a Planchet[64] —tal era el nombre del picardo—; hubo en él una ligera decepción cuando vio que el puesto estaba ya ocupado por un cofrade llamado Mosquetón y cuando Porthos le hubo manifestado que la situación de su casa, aunque grande, no soportaba dos criados, y que tenía que entrar al servicio de D’Artagnan. Sin embargo, cuando asistió a la comida que daba su amo y le vio sacar para pagar un puñado de oro de su bolsillo, creyó labrada su fortuna y agradeció al cielo haber caído en posesión de semejante Creso[65]; perseveró en esa opinión hasta después del festín, con cuyas sobras reparó largas abstinencias. Pero al hacer aquella noche la cama de su amo, las quimeras de Planchet se desvanecieron. La cama era lo único del alojamiento, que se componía de una antecámara y de un dormitorio. Planchet se acostó en la antecámara sobre una colcha sacada del lecho de D’Artagnan, de la que D’Artagnan prescindió en adelante.


Athos, por su parte, tenía un criado que había hecho ingresar a su servicio de una forma muy particular, y que se llamaba Grimaud. Era muy silencioso aquel digno señor. Hablamos de Athos, por supuesto. Desde hacía cinco o seis años vivía en la más profunda intimidad con sus compañeros Porthos y Aramis, los cuales recordaban haberle visto sonreír a menudo, pero jamás le habían oído reír. Sus palabras eran breves y expresivas, diciendo siempre lo que querían decir, nada más: nada de adornos, nada de florituras, nada de arabescos. Su conversación era un hecho sin ningún episodio.


Aunque Athos apenas tuviera treinta años y fuese de gran belleza de cuerpo y espíritu, nadie le conocía amantes. Jamás hablaba de mujeres. Sólo que no impedía que se hablase de ellas delante de él, aunque fuera fácil ver que tal género de conversación, al que no se mezclaba más que con palabras amargas y observaciones misantrópicas, le era completamente desagradable. Su reserva, su hurañía y su mutismo hacían de él casi un viejo; para no ir contra sus costumbres había habituado a Grimaud a obedecerle a un simple gesto o a un simple movimiento de labios. No le hablaba más que en las circunstancias supremas.


A veces, Grimaud, que temía a su amo como al fuego, teniendo a la vez por su persona un gran apego y por su genio una gran veneración, creía haber entendido perfectamente lo que deseaba, se apresuraba para ejecutar la orden recibida y hacía precisamente lo contrario. Entonces Athos se encogía de hombros y sin encolerizarse vapuleaba a Grimaud. Esos días hablaba un poco.

Mar 02, 202419:33
006- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

006- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo VI

Su majestad el rey Luis XIII

El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a Tréville, dijo:


—Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca!


—No, Sire[51] —respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas—; no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.


—¡Escuchad al señor de Tréville! —dijo el rey—. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault[52], a quien he prometido una abadía. Pero no penséis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos.


—Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra Majestad.


—Esperad pues, señor, esperad —dijo el rey—, no os haré esperar mucho.


En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer —perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos— para hacer el carlomagno[53]. El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:


—La Vieuville[54], tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de importancia… ¡Ah!…, yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.


Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó:


—Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros mosqueteros.


—Sí, Sire, como siempre.


—Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos partes.


—Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana.

Mar 01, 202438:46
005- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

005- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo V

Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal

D’Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia.


Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector ha debido observar ya que D’Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a Porthos de ridículo; por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza de la que estaba tan orgulloso.


Además había en D’Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville». Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.


Cuando D’Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las doce. Era por tanto puntual como la Samaritana[46] y el más riguroso casuista en duelos no podría decir nada.


Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban nunca. Al ver a D’Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a su encuentro. Éste, por su parte, no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.


—Señor —dijo Athos—, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en ellos.


—Yo no tengo padrinos, señor —dijo D’Artagnan—, porque, llegado ayer mismo a París, no conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.


Athos reflexionó un instante.


—¿No conocéis más que al señor de Tréville? —preguntó.


—No, señor, no conozco a nadie más que a él…

Feb 29, 202422:04
004- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

004- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo IV

El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis

D’Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor un aullido.


—Perdonadme —dijo D’Artagnan tratando de reemprender su carrera—, perdonadme, pero tengo prisa.


Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera y lo detuvo.


—¡Tenéis prisa! —exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo—. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville.


—A fe mía —replicó D’Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento—, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, os lo suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer.


—Señor —dijo Athos soltándole—, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.


D’Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.


—¡Por todos los diablos, señor! —dijo—. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de buenos modales, os lo advierto.


—Puede ser —dijo Athos.


—Ah, si no tuviera tanta prisa —exclamó D’Artagnan—, y si no corriese detrás de uno…


—Señor apresurado, a mí me encontraréis sin correr, ¿me oís?


—¿Y dónde, si os place?


—Junto a los Carmelitas Descalzos.[44]


—¿A qué hora?


—A las doce.


—A las doce, de acuerdo, allí estaré.


—Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien corra tras vos y quien os corte las orejas a la camera.


—¡Bueno! —le gritó D’Artagnan—. Que sea a las doce menos diez.


Y se puso a correr como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.


Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que hablaban, había el espacio justo de un hombre.

Feb 28, 202416:03
003- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

003- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo III

La audiencia

El señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a D’Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:


—¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis![41]


Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D’Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.


Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:


—¿Sabéis lo que me ha dicho el rey —exclamó—, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis, señores?


—No —respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros—; no, señor, lo ignoramos.


—Pero espero que haréis el honor de decírnoslo —añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia.


—Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosqueteros entre los guardias del señor cardenal.


—¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? —preguntó vivamente Porthos.


—Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino.


Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D’Artagnan no sabía dónde estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.


—Sí, sí —continuó el señor de Tréville animándose—, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían retrasado en la calle Férou[42], en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores. ¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo neguéis, os han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy yo quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ..

Feb 27, 202424:34
002- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

002- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo II

La antecámara del señor de Tréville

El señor de Troisville[29], como todavía se llamaba su familia en Gascuña, o el señor de Tréville, como había terminado por llamarse él mismo en París, había empezado en realidad como D’Artagnan, es decir, sin un cuarto, pero con ese caudal de audacia, de ingenio y de entendimiento que hace que el más pobre hidalgucho gascón reciba con frecuencia de sus esperanzas de la herencia paterna más de lo que el más rico gentilhombre de Périgord o de Berry recibe en realidad. Su bravura insolente, su suerte más insolente todavía en un tiempo en que los golpes llovían como chuzos, le habían izado a la cima de esa difícil escala que se llama el favor de la corte, y cuyos escalones había escalado de cuatro en cuatro.


Era el amigo del rey, que honraba mucho, como todos saben, la memoria de su padre Enrique IV. El padre del señor de Tréville le había servido tan fielmente en sus guerras contra la Liga que, a falta de dinero contante y sonante —cosa que toda la vida le faltó al bearnés, el cual pagó siempre sus deudas con la única cosa que nunca necesitó pedir prestada, es decir, con el ingenio—, que a falta de dinero contante y sonante, decimos, le había autorizado, tras la rendición de París, a tomar por armas un león de oro pasante sobre gules con esta divisa: Fidelis et fortis[30]. Era mucho para el honor, pero mediano para el bienestar. Por eso, cuando el ilustre compañero del gran Enrique murió, dejó por única herencia al señor su hijo, su espada y su divisa. Gracias a este doble don y al nombre sin tacha que lo acompañaba, el señor de Tréville fue admitido en la casa del joven príncipe, donde se sirvió también de su espada y fue tan fiel a su divisa que Luis XIII, uno de los buenos aceros del reino, solía decir que si tuviera un amigo en ocasión de batirse, le daría por consejo tomar por segundo primero a él, y a Tréville después, y quizá incluso antes que a él.


Por eso Luis XIII tenía un afecto real por Tréville, un afecto de rey, afecto egoísta, es cierto, pero que no por ello dejaba de ser afecto. Y es que, en aquellos tiempos desgraciados, se buscaba sobre todo rodearse de hombres del temple de Tréville. Muchos podían tomar por divisa el epíteto de fuerte, que formaba la segunda parte de su exergo; pero pocos gentileshombres podían reclamar el epíteto de fiel, que formaba la primera. Tréville era uno de estos últimos; era una de esas raras organizaciones, de inteligencia obediente como la del dogo, de valor ciego, de vista rápida, de mano pronta, a quien el ojo le había sido dado sólo para ver si el rey estaba descontento de alguien, y la mano para golpear a ese alguien enfadoso: un Besme, un Maurevers, un Poltrot de Méré, un Vitry[31]. En fin, en el caso de Tréville, había faltado hasta aquel entonces la ocasión; pero la acechaba y se prometía cogerla por los pelos si alguna vez pasaba al alcance de su mano. Por eso hizo Luis XIII a Tréville capitán de sus mosqueteros[32], que eran a Luis XIII, por la devoción o mejor por el fanatismo, lo que sus ordinarios eran a Enrique III y lo que su guarda escocesa a Luis XI.


Por su parte, y desde ese punto de vista, el cardenal no le iba a la zaga al rey. Cuando hubo visto la formidable élite de que Luis XIII se rodeaba, ese segundo, o mejor, ese primer rey de Francia también había querido tener su guardia. Tuvo por tanto sus mosqueteros como Luis XIII tenía los suyos, y se veía a estas dos potencias rivales seleccionar para su servicio, en todas las provincias de Francia e incluso en todos los Estados extranjeros, a los hombres célebres por sus estocadas. Por eso Richelieu y Luis XIII disputaban a menudo, mientras jugaban su partida de ajedrez, por la noche, sobre el mérito de sus servidores.

Feb 26, 202424:27
001- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

001- Los Tres Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas


Capítulo I

Los tres presentes del señor D’Artagnan padre

El primer lunes del mes de abril de 1625[10], el burgo de Meung[11], donde nació el autor del Roman de la Rose, parecía estar en una revolución tan completa como si los hugonotes hubieran venido a hacer de ella una segunda Rochelle[12]. Muchos burgueses, al ver huir a las mujeres por la calle Mayor, al oír gritar a los niños en el umbral de las puertas, se apresuraban a endosarse la coraza y, respaldando su aplomo algo incierto con un mosquete o una partesana, se dirigían hacia la hostería del Franc Meunier, ante la cual bullía, creciendo de minuto en minuto, un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.


En ese tiempo los pánicos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que una aldea a otra registrara en sus archivos algún acontecimiento de ese género. Estaban los señores que guerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal[13]; estaba el español que hacía la guerra al rey[14]. Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. Los burgueses se armaban siempre contra los ladrones, contra los lobos, contra los lacayos, con frecuencia contra los señores y los hugonotes, algunas veces contra el rey, pero nunca contra el cardenal ni contra el Español. De este hábito adquirido resulta, pues, que el susodicho primer lunes del mes de abril de 1625, los burgueses, al oír el barullo y no ver ni el banderín amarillo y rojo[15] ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaron hacia la hostería del Franc Meunier.


Llegados allí, todos pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.


Un joven…, pero hagamos su retrato de un solo trazo: figuraos a don Quijote a los dieciocho años, un don Quijote descortezado, sin cota ni quijotes, un don Quijote revestido de un jubón de lana cuyo color azul se había transformado en un matiz impreciso de poso de vino y de azul celeste. Cara larga y atezada; el pómulo de las mejillas saliente, signo de astucia; los músculos maxilares enormemente desarrollados, índice infalible por el que se reconocía al gascón, incluso sin boina, y nuestro joven llevaba una boina adornada con una especie de pluma; los ojos abiertos e inteligentes; la nariz ganchuda, pero finamente diseñada; demasiado grande para ser un adolescente, demasiado pequeña para ser un hombre hecho, un ojo poco acostumbrado le habría tomado por un hijo de aparcero de viaje, de no ser por su larga espada que, prendida de un tahalí de piel, golpeaba las pantorrillas de su propietario cuando estaba de pie, y el pelo erizado de su montura cuando estaba a caballo.


Porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada: era una jaca del Béarn, de doce a catorce años, de pelaje amarillo, sin crines en la cola, mas no sin gabarros en las patas, y que, caminando con la cabeza más abajo de las rodillas, lo cual volvía inútil la aplicación de la martingala, hacía pese a todo sus ocho leguas diarias. Por desgracia, las cualidades de este caballo estaban tan bien ocultas bajo su pelaje extraño y su porte incongruente que, en una época en que todo el mundo entendía de caballos, la aparición de la susodicha jaca en Meung, donde había entrado hacía un cuarto de hora más o menos por la puerta de Beaugency, produjo una sensación cuyo disfavor repercutió sobre su caballero.

Feb 25, 202434:06
000-Los Tres-Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

000-Los Tres-Mosqueteros de Alexandre Dumas (Les trois mousquetaires)

Los tres mosqueteros (Les trois mousquetaires)

Alexandre Dumas, 1844


D’Artagnan, un joven gascón de familia noble venida a menos, parte a París para cumplir su sueño de convertirse en Mosquetero. Allí entabla una fuerte amistad con tres de ellos: Athos, Porthos y Aramis. Juntos se verán envueltos en todo tipo de peripecias, romances e intrigas políticas en contra del Cardenal Richelieu.


La obra, prototípica de las novelas de aventuras de capa y espada, tiene su continuación en dos títulos posteriores: Veinte años después y El vizconde de Braguelonne. Ha sido adaptada en numerosas ocasiones: desde una primera versión cinematográfica de 1921 protagonizada por Douglas Fairbanks, el clásico de 1948 dirigido por George Sidney (en el que pudimos ver al bailarín Gene Kelly interpretando a D’Artagnan), hasta otras más recientes, sin olvidar la famosa serie de animación protagonizada por perros que TVE emitió en la década de los 80.


Para la historia ha quedado el famoso lema de los mosqueteros que expresa los ideales de amistad, honor y lealtad que Dumas deja patentes en la novela: “¡Uno para todos y todos para uno!”

Feb 24, 202405:45
24 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Cuarto

24 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Cuarto

La Odisea

Canto XXIV

El pacto.


El cilenio Hermes llamaba las almas de los pretendientes, teniendo en su mano la hermosa áurea vara con la cual adormece los ojos de cuantos quiere o despierta a los que duermen. Empleábala entonces para mover y guiar las almas y éstas le seguían, profiriendo estridentes gritos. Como los murciélagos revolotean chillando en lo más hondo de una vasta gruta si alguno de ellos se separa del racimo colgado de la peña, pues se traban los unos con los otros: de la misma suerte las almas andaban chillando, y el benéfico Hermes, que las precedía, llevábalas por lóbregos senderos.


Transpusieron en primer lugar las corrientes del Océano y la roca de Léucade, después las puertas de Helios y el país de Hipno, y pronto llegaron a la pradera de asfódelos donde residen las almas que son imágenes de los difuntos.


Encontráronse allí con las almas del Pelida Aquileo, de Patroclo, del intachable Antíloco y de Ayante, que fue el más excelente de todos los dánaos, en cuerpo y hermosura, después del irreprensible Pelión. Estos andaban en torno de Aquileo; y se les acercó, muy angustiada, el alma de Agamenón Atrida, a cuyo alrededor se reunían las de cuantos en la mansión de Egisto perecieron con el héroe, cumpliendo su destino.


Y el alma de Pelión fue la primera que habló, diciendo de esta suerte:


24 —¡Oh Atrida! imaginábamos que entre todos los héroes eras siempre el más acepto a Zeus, que se huelga con el rayo, porque imperabas sobre muchos y fuertes varones allá en Troya, donde los aqueos padecimos tantos infortunios; y, con todo, te había de alcanzar antes de tiempo la funesta Parca, de la cual nadie puede librarse una vez nacido. Ojalá se te hubiesen presentado la muerte y el destino en el país teucro, cuando disfrutabas de la dignidad suprema con la cual reinabas; pues entonces todos los aqueos te erigieran un túmulo, y le dejaras a tu hijo una gloria inmensa. Ahora el hado te encadenó con deplorabilísima muerte.


Respondióle el alma del Atrida:


—¡Dichoso tú, oh hijo de Peleo, Aquileo, semejante a los dioses, que expiraste en Troya, lejos de Argos, y a tu alrededor murieron, defendiéndote, otros valentísimos troyanos y aqueos; y tú yacías en tierra sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros! Nosotros luchamos todo el día y por nada hubiésemos suspendido el combate; pero Zeus nos obligó a desistir, enviándonos una tormenta.


Después de haber trasladado tu hermoso cuerpo del campo de la batalla a las naves, lo pusimos en un lecho, lo lavamos con agua tibia y lo ungimos; y los dánaos, cercándote, vertían muchas y ardientes lágrimas y se cortaban las cabelleras. También vino tu madre, que salió del mar, con las inmortales diosas marinas, en oyendo la nueva: levantóse en el ponto un clamoreo grandísimo y tal temblor les entró a todos los aqueos, que se lanzaran a las cóncavas naves si no los detuviera un hombre que conocía muchas y antiguas cosas, Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor. Este, pues, arengándolos con benevolencia, les habló diciendo:


«¡Deteneos, argivos; no huyáis, varones aqueos! Esta es la madre que viene del mar, con las inmortales diosas marinas, a ver a su hijo muerto».


Así se expresó; y los magnánimos aqueos suspendieron la fuga. Rodeáronte las hijas del anciano del mar, lamentándose de tal suerte que movían a compasión, y te pusieron divinales vestidos. Las nueve Musas entonaron el canto fúnebre alternando con su hermosa voz, y no vieras ningún argivo que no llorase: ¡tanto les conmovía la canora Musa! Diecisiete días con sus noches te lloramos así los inmortales dioses como los mortales hombres y al dieciocheno te entregamos al fuego, degollando a tu alrededor y en gran abundancia pingües ovejas y bueyes de retorcidos cuernos. Ardió tu cadáver adornado con vestidura de dios, con gran cantidad de ungüento y de dulce miel;...

Feb 08, 202440:24
23 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Tercero

23 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Tercero

La Odisea

Canto XXIII

Penélope reconoce a Odiseo.


Muy alegre se encaminó la vieja a la estancia superior para decirle a su señora que tenía dentro de la casa al amado esposo. Apenas llegó, moviendo firmemente las rodillas y dando saltos con sus pies, inclinóse sobre la cabeza de Penelopea y le dijo estas palabras:


—Despierta, Penelopea, hija querida, para ver con tus ojos lo que ansiabas todos los días. Ya llegó Odiseo, ya volvió a su casa, aunque tarde, y ha dado muerte a los ilustres pretendientes que contristaban el palacio, se comían los bienes y violentaban a tu hijo.


Respondióle la discreta Penelopea:


—¡Ama querida! Los dioses te han trastornado el juicio; que ellos pueden entontecer al muy discreto y dar prudencia al simple, y ahora te dañaron a ti, de ingenio tan sesudo. ¿Por qué te burlas de mi, que padezco en el ánimo multitud de pesares, refiriéndome embustes y despertándome del dulce sueño que me tenía amodorrada por haberse difundido sobre mis párpados? No había descansado de semejante modo desde que Odiseo se fue para ver aquella Ilión perniciosa y nefanda. Mas, ea, torna a bajar y ocupa tu sitio en el palacio: que si otra de mis mujeres viniese con tal noticia a despertarme, pronto la mandaría al interior de la casa de vergonzosa manera; pero a ti la senectud te salva.


Contestóle su ama Euriclea:


—No me burlo hija querida; es verdad que vino Odiseo y llegó a esta casa, como te lo cuento: era aquel forastero a quien todos ultrajaban en el palacio. Tiempo ha sabía Telémaco que se hallaba aquí; mas con prudente ardid ocultó los intentos de su padre, para que pudiese castigar las violencias de aquellos hombres orgullosos.


Así habló. Alegróse Penelopea y, saltando de la cama, abrazó a la vieja, dejó que cayeran lágrimas de sus ojos, y profirió estas aladas palabras:


—Pues, ea, ama querida, cuéntame la verdad, si es cierto que vino a esta casa, como aseguras, y de qué manera logró poner las manos en los desvergonzados pretendientes estando él solo y hallándose los demás siempre reunidos en el interior del palacio.


Respondióle su ama Euriclea:


—No lo he visto, no lo sé, tan sólo percibí el suspirar de los que caían muertos, pues nosotras permanecimos, llenas de pavor, en lo más hondo de la sólida habitación con las puertas cerradas hasta que tu hijo Telémaco fue desde la sala y me llamó por orden de su padre. Hallé a Odiseo de pie entre los cadáveres, que estaban tendidos en el duro suelo, a su alrededor, los unos encima de los otros: se te holgará el ánimo de verle manchado de sangre y polvo, como un león.


Ahora yacen todos juntos en la puerta del patio y Odiseo ha encendido un gran fuego, azufra la magnífica morada y me envió a llamarte. Sígueme, pues, a fin de que ambos llenéis vuestro corazón de contento, ya que padecisteis tantos males. Por fin se cumplió aquel gran deseo. Odiseo tornó vivo a su hogar, hallándoos a ti y a tu hijo; y a los pretendientes que lo ultrajaban, los ha castigado en su mismo palacio.


58 Contestóle la discreta Penelopea:


—¡Ama querida! No cantes aún victoria regocijándote con exceso. Bien sabes cuan grata nos había de ser su venida a todos los del palacio y especialmente a mí y al hijo que engendramos; pero la noticia no es cierta como tú la das, sino que alguno de los inmortales ha muerto a los ilustres pretendientes, indignado de ver sus dolorosas injurias y sus malvadas acciones. Que no respetaban a ningún hombre de la tierra, malo o bueno que a ellos se llegara; y de ahí viene que, a causa de sus iniquidades, hayan padecido tal infortunio. Pero la esperanza de volver feneció lejos de Acaya para Odiseo, y éste también ha muerto.

Feb 07, 202425:15
22 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Segundo

22 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Segundo

La Odisea

Canto XXII

La venganza.


Entonces se desnudó de sus andrajos el ingenioso Odiseo, saltó al grande umbral con el arco y la aljaba repleta de veloces flechas y, derramándolas delante de sus pies habló de esta guisa a los pretendientes:


—Ya este certamen fatigoso está acabado; ahora apuntaré a otro blanco adonde jamás tiró varón alguno, y he de ver si lo acierto por concederme Apolo tal gloria.


Dijo, y enderezó la amarga saeta hacia Antínoo. Levantaba éste una bella copa de oro, de doble asa, y teníala ya en las manos para beber el vino, sin que el pensamiento de la muerte embargara su ánimo: ¿quién pensara que entre tantos convidados, un sólo hombre, por valiente que fuera, había de darle tan mala muerte y negro hado?


Pues Odiseo, acertándole en la garganta, hirióle con la flecha y la punta asomó por la tierna cerviz. Desplomóse hacia atrás Antínoo, al recibir la herida, cayósele la copa de las manos, y brotó de sus narices un espeso chorro de humana sangre. Seguidamente empujó la mesa, dándole con el pie, y esparció las viandas por el suelo, donde el pan y la carne asada se mancharon. Al verle caído, los pretendientes levantaron un gran tumulto dentro del palacio; dejaron las sillas y, moviéndose por la sala, recorrieron con los ojos las bien labradas paredes; pero no había ni un escudo siquiera, ni una fuerte lanza de qué echar mano. E increparon a Odiseo con airadas voces:


—¡Oh, forastero! Mal haces en disparar el arco contra los hombres. Pero ya no te hallarás en otros certámenes: ahora te aguarda una terrible muerte. Quitaste la vida a un varón que era el más señalado de los jóvenes de Ítaca, y por ello te comerán aquí mismo los buitres.


Así hablaban, figurándose que había muerto a aquel hombre involuntariamente. No pensaban los muy simples que la ruina pendía sobre ellos. Pero, encarándoles la torva faz, les dijo el ingenioso Odiseo:


—¡Ah, perros! No creías que volviese del pueblo troyanos a mi morada y me arruinabais la casa, forzabais las mujeres esclavas y, estando yo vivo, pretendíais a mi esposa; sin temer a los dioses que habitan el vasto cielo, ni recelar venganza alguna de parte de los hombres. Ya pende la ruina sobre vosotros todos.


Así se expresó. Todos se sintieron poseídos del pálido temor y cada uno buscaba por dónde huir para librarse de una muerte espantosa. Y Eurímaco fue el único que le contestó diciendo:


—Si eres en verdad Odiseo itacense, que has vuelto, te asiste la razón al hablar de este modo de cuanto solían hacer los aqueos; pues se han cometido muchas iniquidades en el palacio y en el campo. Pero yace en tierra quien fue el culpable de todas estas cosas, Antínoo; el cual promovió dichas acciones, no porque tuviera necesidad o deseo de casarse, sino por haber concebido otros designios que el Cronión no llevó al cabo, es a saber, para reinar sobre el pueblo de la bien construida Ítaca, matando a tu hijo con asechanzas.


Ya lo ha pagado con su vida, como era justo; mas tú perdona a tus conciudadanos, que nosotros, para aplacarte públicamente, te resarciremos de cuanto se ha comido y bebido en el palacio, estimándolo en el valor de veinte bueyes por cabeza, y te daremos bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga, pues antes no se te puede echar en cara que estés irritado.


Mirándole con torva faz, le contestó el ingenioso Odiseo:


—¡Eurímaco! Aunque todos me dierais vuestro peculiar patrimonio, añadiendo a cuanto tengáis otros bienes de distinta procedencia, ni aun así se abstendrían mis manos de matar hasta que los pretendientes hayáis pagado todas las demasías. Ahora se os ofrece la ocasión de combatir conmigo o de huir, si alguno puede evitar la muerte y las Parcas; mas no creo que nadie se libre de un fin desastroso.

Feb 07, 202433:21
21 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Primero

21 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo Primero

La Odisea

Canto XXI

El certamen del arco.


Atenea, la deidad de ojos de lechuza, inspiróle en el corazón a la discreta Penelopea, hija de Icario, que en la propia casa de Odiseo les sacara a los pretendientes el arco y el blanquizco hierro, a fin de celebrar el certamen que había de ser el preludio de su matanza. Subió Penelopea la alta escalera de la casa; tomó en su robusta mano una hermosa llave bien curvada, de bronce, con el cabo de marfil; y se fue con las siervas al aposento más interior, donde guardaba las alhajas del rey —bronce, oro y labrado hierro—, y también el flexible arco y la aljaba para las flechas, que contenía muchas y dolorosas saetas; dones ambos que a Odiseo le había hecho su huésped Ifito Eurítida, semejante a los inmortales, cuando se juntó con él en Lacedemonia. Encontráronse en Mesena, en casa del belicoso Ortíloco. Odiseo iba a cobrar una deuda de todo el pueblo, pues los mesenios se habían llevado de Ítaca, en naves de muchos bancos, trescientas ovejas con sus pastores:


Por esta causa Odiseo, que aún era joven, emprendió como embajador aquel largo viaje, enviado por su padre y otros ancianos. A su vez, Ifito iba en busca de doce yeguas de vientre con sus potros, pacientes en el trabajo, que antes le habían robado y que luego habían de ser la causa de su muerte y miserable destino; pues, habiéndose llegado a Heracles, hijo de Zeus, varón de ánimo esforzado que sabía acometer grandes hazañas, ése le mató en su misma casa, sin embargo de tenerlo por huésped. ¡Inicuo! No temió la venganza de los dioses, ni respetó la mesa que le puso él en persona: matóle y retuvo en su palacio las yeguas de fuertes cascos. Cuando Ifito iba, pues, en busca de las mentadas yeguas, se encontró con Odiseo y le dio el arco que antiguamente había usado el gran Eurito y que éste legó a su vástago al morir en su excelsa casa; y Odiseo por su parte, regaló a Ifito afilada espada y fornida lanza; presentes que hubieran originado entre ambos cordial amistad, mas los héroes no llegaron a verse el uno en la mesa del otro, porque el hijo de Zeus mató antes a Ifito Eurítida, semejante a los inmortales. Y el divino Odiseo llevaba en su patria el arco que le había dado Ifito, pero no lo quiso tomar al partir para la guerra en las negras naves; y lo dejó en el palacio como memoria de su caro huésped.


Así que la divina entre las mujeres llegó al aposento y puso el pie en el umbral de encina que en otra época había pulido el artífice con gran habilidad y enderezado por medio de un nivel alzando los dos postes en que había de encajar la espléndida puerta; desató la correa del anillo, metió la llave y corrió los cerrojos de la puerta, empujándola hacia dentro. Rechinaron las hojas como muge un toro que pace en la pradera —¡tanto ruido produjo la hermosa puerta al empuje de la llave!— y abriéronse inmediatamente. Penelopea subió al excelso tablado donde estaban las arcas de los perfumados vestidos; y, tendiendo el brazo, descolgó de un clavo el arco con la funda espléndida que lo envolvía. Sentóse allí mismo, teniéndolo en sus rodillas, lloró ruidosamente y sacó de la funda el arco del rey. Y cuando ya estuvo harta de llorar y de gemir, fuese hacia la habitación donde se hallaban los ilustres pretendientes; y llevó en su mano el flexible arco y la aljaba para las flechas, la cual contenía abundantes y dolorosas saetas. Juntamente con Penelopea, llevaban las siervas una caja con mucho hierro y bronce que servían para los juegos del rey.


Cuando la divina entre las mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con las mejillas cubiertas por luciente velo y una honrada doncella a cada lado. Entonces habló a los pretendientes, diciéndoles estas palabras:



Feb 05, 202430:07
20 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo

20 - La Odisea de Homero: Canto Vigésimo

La Odisea

Canto XX

La última cena de los pretendientes.


Acostóse a su vez el divinal Odiseo en el vestíbulo de la casa: tendió la piel cruda de buey, echó encima otras muchas pieles de ovejas sacrificadas por los aqueos, y, tan pronto como se tendió, cobijóle Eurínome con un manto. Mientras Odiseo estaba echado en vela, y discurría males contra los pretendientes, salieron del palacio, riendo y bromeando unas con otras, las mujeres que con ellos solían juntarse. El héroe sintió conmovérsele el ánimo en el pecho, y revolvió muchas cosas en su mente y en su corazón, pues se hallaba indeciso entre arremeter a las criadas y matarlas o dejar que por la última y postrera vez se uniesen con los orgullosos pretendientes; y en tanto el corazón desde dentro le ladraba. Como la perra que anda alrededor de sus tiernos cachorrillos ladra y desea acometer cuando ve a un hombre a quien no conoce, así, al presenciar con indignación aquellas malas acciones, ladraba interiormente el corazón de Odiseo. Y éste, dándose de golpes en el pecho, reprendiólo con semejantes palabras:


—¡Aguanta corazón, que algo más vergonzoso hubiste de soportar aquel día en que el Ciclope de fuerza indómita, me devoraba los esforzados compañeros; y tú lo toleraste, hasta que mi astucia nos sacó del antro donde nos dábamos por muertos!


22 Así dijo, increpando en su pecho al corazón sufrido y obediente; más Odiseo revolvíase ya a un lado ya al opuesto. Así como, cuando un hombre asa a un grande y encendido fuego un vientre repleto de gordura y de sangre, le da vueltas acá y acullá con el propósito de acabar pronto; así se revolvía Odiseo a una y otra parte, mientras pensaba de qué manera conseguiría poner las manos en los desvergonzados pretendientes, hallándose solo contra tantos. Pero acercósele Atenea, que había descendido del cielo; y, transfigurándose en mujer, se detuvo sobre su cabeza y le habló diciendo:


—¿Por qué velas todavía, oh desdichado sobre todos los varones? Esta es tu casa y tienes dentro a tu mujer y a tu hijo, que es tal como todos desearan que fuese el suyo.


Respondióle el ingenioso Odiseo:


—Sí, muy oportuno es, oh diosa, cuanto acabas de decir; pero mi ánimo me hace pensar cómo lograré poner las manos en los desvergonzados pretendientes, hallándome solo, mientras que ellos están siempre reunidos en el palacio. Considero también otra cosa aún más importante: si logro matarlos, por la voluntad de Zeus y la tuya, ¿adónde me podré refugiar? Yo te invito a que me lo declares.


44 Díjole entonces Atenea, la deidad de ojos de lechuza:


—¡Desdichado! Se tiene confianza en un compañero peor, que es mortal y no sabe dar tantos consejos, y yo soy una diosa que te guarda en todos tus trabajos. Te hablaré más claramente. Aunque nos rodearan cincuenta compañías de hombres de voz articulada, ansiosos de acabar con nosotros por medio de Ares, te sería posible llevarte sus bueyes y pingües ovejas. Pero ríndete al sueño, que es gran molestia pasar la noche sin dormir y vigilando; y ya en breve saldrás de estos males.


Así le habló; y, apenas hubo infundido el sueño en los párpados de Odiseo, la divina entre las diosas volvió al Olimpo.


Cuando al héroe le vencía el sueño, que deja el ánimo libre de inquietudes y relaja los miembros, despertaba su honesta esposa, la cual rompió en llanto, sentándose en la mullida cama. Y así que su ánimo se cansó de sollozar, la divina entre las mujeres elevó a Artemis la siguiente súplica.


—¡Artemis, venerable diosa hija de Zeus! ¡Ojalá que, tirándome una saeta al pecho, ahora mismo me quitaras la vida; o que una tempestad me arrebatara, conduciéndome hacia las sombrías sendas, y me dejara caer en los confines del refluente Océano!

Feb 04, 202427:16
19 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Noveno

19 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Noveno

La Odisea

Canto XIX

La esclava Euriclea reconoce a Odiseo.


Quedóse en el palacio el divinal Odiseo y, junto con Atenea, pensaba en la matanza de los pretendientes cuando de súbito dijo a Telémaco estas aladas palabras:


—¡Telémaco! Es preciso llevar adentro todas las marciales armas y engañar a los pretendientes con blandos dichos cuando las echen de menos y te pregunten por ellas:


«Las he llevado lejos del humo, porque ya no parecen las que dejó Odiseo al partir para Troya; sino que están afeadas en la parte que alcanzó el ardor del fuego. Además, alguna deidad me sugirió en la mente esta otra razón más poderosa: no sea que, embriagándoos, trabéis una disputa, os hiráis los unos a los otros, y mancilléis el convite y el noviazgo; que ya el hierro por sí solo atrae al hombre».


Así se expresó. Telémaco obedeció a su padre y, llamando a su nodriza Euriclea, hablóle de esta suerte:


—¡Ama! Ea, tenme encerradas las mujeres en sus habitaciones, mientras llevo a otro cuarto las magníficas armas de mi padre, pues en su ausencia nadie las cuida y el humo las enmohece. Hasta aquí he sido niño. Mas ahora quiero depositarlas donde no las alcance el ardor del fuego.


Respondióle su nodriza Euriclea:


—¡Oh, hijo! Ojalá hayas adquirido la necesaria prudencia para cuidarte de la casa y conservar tus heredades. Pero ¿quién será la que vaya contigo llevándote la luz, si no dejas venir las esclavas, que te habrían alumbrado?


Contestóle el prudente Telémaco:


—Ese huésped; pues no toleraré que permanezca ocioso quien coma de lo mío, aunque haya llegado de lejas tierras.


Así dijo y ninguna palabra voló de los labios de Euriclea, que cerró las puertas de las cómodas habitaciones.


Odiseo y su ilustre hijo se apresuraron a llevar adentro los cascos, los abollonados escudos y las agudas lanzas; y precedíale Palas Atenea con lámpara de oro que daba luz hermosísima.


Y Telémaco dijo de repente a su padre:


—¡Oh, padre! Grande es el prodigio que contemplo con mis propios ojos: las paredes del palacio, los bonitos intercolumnios, las vigas de abeto y los pilares encumbrados aparecen a mi vista como si fueran ardiente fuego. Sin duda debe de estar aquí alguno de los dioses que poseen el anchuroso cielo.


Respondióle el ingenioso Odiseo:


—Calla, refrena tu pensamiento y no me interrogues pero de este modo suelen proceder, en efecto, los dioses que habitan el Olimpo. Ahora acuéstate, y yo me quedaré para provocar todavía a las esclavas y departir con tu madre la cual, lamentándose, me preguntará muchas cosas.


Así habló; y Telémaco se fue por el palacio, a la luz de las resplandecientes antorchas, y se recogió en el aposento donde solía dormir cuando el dulce sueño le vencía: allí se acostó para aguardar la divinal la Aurora.


Mas el divino Odiseo se quedó en la sala, y junto con Atenea pensaba en la matanza de los pretendientes.


Salió de su cuarto la discreta Penelopea, que parecía Artemis o la dorada Afrodita, y colocáronle junto al hogar el torneado sillón, con adornos de marfil y plata, en que se sentaba; el cual había sido fabricado antiguamente por el artífice Icmalio, que le puso un escabel para los pies, adherido al mismo y cubierto con una grande piel. Allí se sentó la discreta Penelopea.


Feb 03, 202440:48
18 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Octavo

18 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Octavo

La Odisea

Canto XVIII

Los pretendientes vejan a Odiseo.


Llegó entonces un mendigo que andaba por todo el pueblo; el cual pedía limosna en la ciudad de Ítaca, se señalaba por su vientre glotón —por comer y beber incesantemente— y hallábase falto de fuerza y de vigor, aunque tenía gran presencia. Arneo era su nombre, el que al nacer le puso su veneranda madre; pero llamábanle Iro todos los jóvenes, porque hacía los mandados que se le ordenaban. Intentó el tal sujeto, cuando llegó, echar a Odiseo de su propia casa e insultóle con estas aladas palabras:


—Retírate del umbral, oh viejo, para que no hayas de verte muy pronto asido de un pie y arrastrado afuera. ¿No adviertes que todos me guiñan el ojo, instigándome a que te arrastre, y no lo hago porque me da vergüenza? Mas, ea, álzate, si no quieres que en la disputa lleguemos a las manos.


Mirándole con torva faz, le respondió el ingenioso Odiseo:


—¡Infeliz! Ningún daño te causo, ni de palabra ni de obra; ni me opongo a que te den, aunque sea mucho. En este umbral hay sitio para entrambos y no has de envidiar las cosas de otro; me parece que eres un guitón como yo y son las deidades quienes envían la opulencia. Pero no me provoques demasiado a venir a las manos, ni excites mi cólera: no sea que, viejo como soy, te llene de sangre el pecho y los labios; y así gozaría mañana de mayor descanso, pues no creo que asegundaras la vuelta a la mansión de Odiseo Laertíada.


Contestóle, muy enojado, el vagabundo Iro:


—¡Oh, dioses! ¡Cuán atropelladamente habla el glotón, que parece la vejezuela del horno! Algunas cosas malas pudiera tramar contra él: golpeándole con mis brazos, le echaría todos los dientes de las mandíbulas al suelo como a una marrana que destruye las mieses. Cíñete ahora, a fin de que éstos nos juzguen en el combate. Pero ¿cómo podrás luchar con un hombre más joven?


De tal modo se zaherían ambos con gran enojo en el pulimentado umbral, delante de las elevadas puertas. Advirtiólo la sacra potestad de Antínoo y con dulce risa dijo a los pretendientes:


—¡Amigos! Jamás hubo una diversión como la que un dios nos ha traído a esta casa. El forastero e Iro riñen y están por venirse a las manos; hagamos que peleen cuanto antes.


Así se expresó. Todos se levantaron con gran risa y se pusieron alrededor de los andrajosos mendigos. Y Antínoo, hijo de Eupites, díjoles de esta suerte:


—Oíd, ilustres pretendientes, lo que voy a proponeros. De los vientres de cabra que llenamos de gordura y de sangre y pusimos a la lumbre para la cena, escoja el que quiera aquel que salga vencedor por mas fuerte; y en lo sucesivo comerá con nosotros y no dejaremos que entre ningún otro mendigo a pedir limosna.


Así se expresó Antínoo y a todos les plugo cuanto dijo. Pero el ingenioso Odiseo, meditando engaños, hablóles de esta suerte:


—¡Oh, amigos! Aunque no es justo que un hombre viejo y abrumado por la desgracia luche con otro más joven, el maléfico vientre me instiga a aceptar el combate para sucumbir a los golpes que me dieren. Ea, pues, prometed todos con firme juramento que ninguno, para socorrer a Iro, me golpeará con pesada mano, procediendo inicuamente y empleando la fuerza para someterme a aquél.

Feb 02, 202428:56
17 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Séptimo

17 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Séptimo

La Odisea

Canto XVII

Odiseo mendiga entre los pretendientes.


1 Así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, Telémaco, hijo amado del divino Odiseo, ató a sus pies hermosas sandalias, asió una fornida lanza que se adaptaba a su mano y, disponiéndose a partir para la ciudad, habló de este modo a su porquerizo:


6 —¡Abuelo! Voyme a la ciudad, para que me vea mi madre: pues no creo que deje el triste llanto, ni el luctuoso gemir, hasta que nuevamente me haya visto. A ti te ordeno que lleves al infeliz huésped a la población, a fin de que mendigue en ella para comer, y el que quiera le dará un mendrugo y una copa de vino, pues yo tengo el ánimo apesarado y no puedo hacerme cargo de todos los hombres. Y si el huésped se irritase mucho, peor para él; que a mi me gusta decir las verdades.


16 Respondióle el ingenioso Odiseo:


17 —¡Amigo! También yo prefiero que no me detengan, pues más le conviene a un pobre mendigar la comida por la ciudad que por los campos. Me dará el que quiera. Por mi edad ya no estoy para quedarme en la majada y obedecer a un amo en todas las cosas que me ordene. Vete, pues, que a mí me acompañará ese hombre a quien se lo mandas, tan pronto como me caliente al fuego y venga el calor del día: no fuera que, hallándose en tan mal estado mis vestiduras, el frío de la mañana acabase conmigo, pues decís que la ciudad está lejos.


26 Así se expresó. Salió Telémaco de la majada andando a buen paso y maquinando males contra los pretendientes. Cuando llegó al cómodo palacio, arrimó su lanza a una columna y entróse más adentro, pasando el lapídeo umbral.


31 Viole la primera de todas Euriclea, su nodriza, que se ocupaba en cubrir con pieles los labrados asientos, y corrió a su encuentro derramando lágrimas. Asimismo se juntaron a su alrededor las demás esclavas de Odiseo, de ánimo paciente, y todas le abrazaron, besándole la cabeza y los hombros.


36 Salió de su estancia la discreta Penelopea, que parecía Artemis o la áurea Afrodita; y, muy llorosa, echó los brazos sobre el hijo amado, besóle la cabeza y los lindos ojos, y dijo, sollozando, estas aladas palabras:


41 —¡Has vuelto, Telémaco, mi dulce luz! Ya no pensaba verte más desde que te fuiste en la nave de Pilos, ocultamente y contra mi deseo, en busca de noticias de tu padre. Mas, ea, relátame lo que hayas visto.


45 Contestóle el prudente Telémaco:


46 —¡Madre mía! Ya que me he salvado de una terrible muerte, no me incites a que llore, ni me conmuevas el corazón dentro del pecho; antes bien, vete con tus esclavas a lo alto de la casa, lávate, envuelve tu cuerpo en vestidos puros y haz voto de sacrificar a todos los dioses perfectas hecatombes, si Zeus permite que tenga cumplimiento la venganza. Y yo, en tanto, iré al ágora para llamar a un huésped que se vino conmigo al volver acá y lo envié con los compañeros iguales a los dioses, con orden de que Pireo, llevándoselo a su morada, lo tratase con solícita amistad y lo honrara hasta que yo viniera.


57 Así le dijo: y ninguna palabra voló de los labios de Penelopea. Lavóse ésta, envolvió su cuerpo en vestidos puros, e hizo voto de sacrificar a todos los dioses perfectas hecatombes, si Zeus permitía que tuviese cumplimiento la venganza.


61 Telémaco salió del palacio, lanza en mano, y dos canes de ágiles pies le siguieron. Y Atenea puso en él tal gracia divinal que, al verle llegar, todo el pueblo lo contemplaba con admiración. Pronto le rodearon los soberbios pretendientes, pronunciando buenas palabras y revolviendo en su espíritu cosas malas;

Feb 01, 202439:56
16 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Sexto

16 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Sexto

La Odisea

Canto XVI

Telémaco reconoce a Odiseo.


No bien rayó la luz de la aurora, Odiseo y el divinal porquerizo encendieron fuego en la cabaña y prepararon el desayuno, después de despedir a los pastores que se fueron con los cerdos repartidos en piaras. Cuando Telémaco llegó a la majada, los perros ladradores le halagaron, sin que ninguno ladrase. Advirtió Odiseo que los perros meneaban la cola, percibió el ruido de las pisadas, y en seguida dijo a Eumeo estas aladas palabras:


—¡Eumeo! Sin duda viene algún compañero tuyo u otro conocido, porque los perros, en vez de ladrar, mueven la cola y oigo ruido de pasos.


Aún no había terminado de proferir estas palabras, cuando su caro hijo se detuvo en el umbral. Levantóse atónito el porquerizo, se le cayeron las tazas con que se ocupaba en mezclar el negro vino, fuese al encuentro de su señor y le besó la cabeza, los bellos ojos y ambas manos, vertiendo abundantes lágrimas.


De la suerte que el padre amoroso abraza al hijo unigénito que le nació en la senectud y por quien ha pasado muchas fatigas, cuando éste torna de lejanos países después de una ausencia de diez años; así el divinal porquerizo estrechaba al deiforme Telémaco y le besaba, como si el joven se hubiera librado de la muerte.


Y sollozando, estas aladas palabras le decía:


—¡Has vuelto, Telémaco mi dulce luz! No pensaba verte más desde que te fuiste en la nave a Pilos. Mas ea, entra, hijo querido, para que se huelgue mi ánimo en contemplarte ya que estás en mi cabaña recién llegado de otras tierras. Pues no vienes a menudo a ver el campo y los pastores sino que te quedas en la ciudad: ¿tanto te place fijar la vista en la multitud de los funestos pretendientes?


Respondió el prudente Telémaco:


—Se hará como deseas, abuelo, que por ti vine, por verte con mis ojos y saber si mi madre permanece todavía en el palacio o ya alguno de aquellos varones se casó con ella, y el lecho de Odiseo, no habiendo quien yazga en él, está por las telarañas ocupado.


Le dijo entonces el porquerizo, mayoral de pastores:


—Ella permanece en tu palacio, con el ánimo afligido, y consume tristemente los días y las noches, llorando sin cesar.


Cuando así hubo hablado tomóle la broncínea lanza; y Telémaco entró por el umbral de piedra. Su padre Odiseo quiso ceder el asiento al que llegaba, pero Telémaco prohibióselo con estas palabras:


—Siéntate, huésped, que ya hallaremos asiento en otra parte de nuestra majada, y está muy próximo el varón que ha de prepararlo.


Así le dijo: y el héroe tornó a sentarse. Para Telémaco, el porquerizo esparció por tierra ramas vedes y cubriólas con una pelleja, en la cual se acomodó el caro hijo de Odiseo. Luego sirvióles el porquerizo platos de carne asada que había sobrado de la comida de la víspera, amontonó diligentemente el pan en los canastillos, vertió en una copa de hiedra vino dulce como la miel, y sentóse enfrente al divinal Odiseo. Todos metieron mano en las viandas que tenían delante.


Y ya satisfecho el apetito de beber y de comer, Telémaco habló de este modo al divinal porquerizo:


—¡Abuelo! ¿De dónde te ha llegado ese huésped? ¿Cómo los marineros lo trajeron a Ítaca? ¿Quiénes se precian de ser? Pues no me figuro que haya venido andando.


Y tú le respondiste así, porquerizo Eumeo:

—¡Oh, hijo! De todo voy a decirte la verdad. Se precia de tener su linaje en la espaciosa Creta,

Jan 31, 202431:07
15 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Quinto

15 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Quinto

La Odisea

Canto XV

Telémaco regresa a Ítaca.


Mientras tanto encaminóse Palas Atenea a la vasta Lacedemonia, para traerle a las mientes la idea del regreso al hijo ilustre del magnánimo Odiseo e incitarle a que volviera a su morada. Halló a Telémaco y al preclaro hijo de Néstor acostados en el zaguán de la casa del glorioso Menelao: el Nestórida estaba vencido del blando sueño; mas no se habían señoreado de Telémaco las dulzuras del mismo, porque durante la noche inmortal desvelábale el cuidado de la suerte que a su padre le hubiese cabido. Y, parándose a su lado, dijo Atenea, la de ojos de lechuza:


—¡Telémaco! No es bueno que demores fuera de tu casa, habiendo dejado en ella riquezas y hombres tan soberbios: no sea que se repartan tus bienes y se los coman, y luego el viaje te salga en vano. Solicita con instancia y lo antes posible de Menelao, valiente en la pelea, que te deje partir, a fin de que halles aún en el palacio a tu eximia madre; pues ya su padre y sus hermanos le exhortan a que contraiga matrimonio con Eurímaco, el cual sobrepuja en las dádivas a todos los pretendientes y va aumentando la ofrecida dote; no sea que, a pesar tuyo, se lleven de tu mansión alguna alhaja. Bien sabes qué ánimo tiene en su pecho la mujer: desea hacer prosperar la casa de quien la ha tomado por esposa; y ni de los hijos primeros, ni del marido difunto con quien se casó virgen se acuerda más, ni por ellos pregunta. Mas tú, volviendo allá, encarga lo tuyo a aquella criada que tengas por mejor hasta que las deidades te den ilustre consorte.


Otra cosa te diré, que pondrás en tu corazón. Los más conspicuos de los pretendientes se emboscaron, para acechar tu llegada, en el estrecho que media entre Ítaca y la escabrosa Samos; pues quieren matarte cuando vuelvas al patrio suelo; pero me parece que no sucederá así y que antes sepultará la tierra en su seno a alguno de los pretendientes que devoran lo tuyo. Por eso, haz que pase el bien construido bajel a alguna distancia de las islas y navega de noche; y aquél de los inmortales que te guarda y te protege, enviará detrás de tu barco próspero viento. Así que arribes a la costa de Ítaca, manda la nave y todos los compañeros a la ciudad; y llégate ante todas las cosas al porquerizo, que guarda tus cerdos y te quiere bien. Pernocta allí y envíale a la ciudad para que lleve a la discreta Penelopea la noticia de que estás salvo y has llegado de Pilos.


Cuando así hubo hablado, fuese Atenea al vasto Olimpo. Telémaco despertó a Nestórida de su dulce sueño, moviéndolo con el pie, y le dijo estas palabras:


—¡Despierta, Pisístrato Nestórida! Lleva al carro los solípedos corceles y úncelos, para que nos pongamos en camino.


Mas Pisístrato Nestórida le repuso:


—¡Telémaco! Aunque tengamos prisa por emprender el viaje, no es posible guiar los corceles durante la tenebrosa noche; y ya pronto despuntará la aurora. Pero aguarda que el héroe Menelao Atrida, famoso por su lanza, traiga los presentes, los deje en el carro y nos despida con suaves palabras. Que para siempre dura en el huésped la memoria del varón hospitalario que le recibió amistosamente.


Así le habló; y al momento vino la Aurora, de áureo trono. Entonces se les acercó Menelao, valiente en los combates, que se había levantado de la cama, de junto a Helena, la de hermosa cabellera. El caro hijo de Odiseo no bien lo hubo visto, cubrió apresuradamente su cuerpo con la espléndida túnica, se echó el gran manto a las robustas espaldas y salió a su encuentro. Y, deteniéndose junto a él, hablóle así el hijo del divinal Odiseo:


—¡Atrida, Menelao, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Deja que parta ahora mismo a mi querida tierra, que ya siento deseos de volver a mi morada.

Jan 30, 202437:05
14 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Cuarto

14 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Cuarto

La Odisea

Canto XIV

Odiseo en la majada de Eumeo.


Odiseo, dejando el puerto, empezó áspero camino por lugares selvosos, entre unas eminencias, hacia donde le había indicado Atenea que hallaría al porquerizo; el cual era, entre todos los criados adquiridos por el divinal Odiseo, quien con mayor solicitud le cuidaba los bienes.


Hallóle sentado en el vestíbulo de la majada excelsa, hermosa y grande, construida en lugar descubierto, que se andaba toda ella alrededor; la cual había labrado el mismo porquerizo para los cerdos del ausente rey, sin ayuda de su ama ni del anciano Laertes, empleando piedras de acarreo y cercándola con un seto espinoso. Puso fuera de la majada, acá y acullá, una larga serie de espesas estacas, que había cortado del corazón de unas encinas; y construyó dentro doce pocilgas muy juntas en que se echaban los puercos. En cada una tenía encerradas cincuenta hembras paridas de puercos, que se acuestan en el suelo; y los machos pasaban la noche fuera, siendo su número mucho menor porque los pretendientes, iguales a los dioses, los disminuían comiéndose siempre el mejor de los puercos gordos, que les enviaba el porquerizo. Eran los cerdos trescientos sesenta.


Junto a ellos hallábanse constantemente cuatro perros, semejantes a fieras, que había criado el porquerizo, mayoral de los pastores. Este cortaba entonces un cuero de buey de color vivo y hacía unas sandalias, ajustándolas a sus pies; y de los otros pastores, tres se habían encaminado a diferentes lugares con las piaras de los cerdos y el cuarto había sido enviado a la ciudad por Eumeo para llevarles a los orgullosos pretendientes el obligado puerco que inmolarían para saciar con la carne su apetito.


De súbito los perros ladradores vieron a Odiseo y, ladrando, corrieron hacia él; más el héroe se sentó astutamente y dejó caer el garrote que llevaba en la mano. Entonces quizás hubiera padecido vergonzoso infortunio junto a sus propios establos; pero el porquerizo siguió en seguida y con ágil pie a los canes y, atravesando apresuradamente el umbral donde se le cayó de la mano aquel cuero, les dio voces, los echó a pedradas a cada uno por su lado, y habló al rey de esta manera:


—¡Oh anciano! En un tris estuvo que los perros te despedazaran súbitamente, con lo cual me habrías causado gran oprobio. Ya los dioses me tienen dolorido y me hacen gemir por una causa bien distinta; pues mientras lloro y me angustio pensando en mi señor, igual a un dios, he de criar estos puercos gordos para que otros se los coman y quizás él esté hambriento y ande peregrino por pueblos y ciudades de gente de extraño lenguaje, si aún vive y contempla la lumbre del sol. Pero ven, anciano, sígueme a la cabaña, para que, después de saciarte de manjares y de vino conforme a tu deseo, me digas dónde naciste y cuántos infortunios has sufrido.


Diciendo así, el divinal porquerizo guióle a la cabaña, introdújole en ella, e hizo sentar, después de esparcir por el suelo muchas ramas secas, las cuales cubrió con la piel de una cabra montés, grande, vellosa y tupida que le servía de lecho. Holgóse Odiseo del recibimiento que le hacía Eumeo, y le habló de esta suerte:


—¡Zeus y los inmortales dioses te concedan, oh huésped, lo que más anheles; ya que con tal benevolencia me has acogido!


55 Y tú le contestaste así, porquerizo Eumeo:


—¡Oh forastero! No me es lícito despreciar al huésped que se presente, aunque sea más miserable que tú, pues son de Zeus todos los forasteros y todos los pobres. Cualquier donación nuestra le es grata, aunque sea exigua; que así suelen hacerlas los siervos, siempre temerosos cuando mandan amos jóvenes. Pues las deidades atajaron sin duda la vuelta del mío, el cual, amándome por todo extremo, me habría procurado una posesión, una casa, un peculio y una mujer muy codiciada; todo lo cual da un amo benévolo a su siervo, cuando ha trabajado mucho para él y las deidades hacen prosperar su obra como hicieron prosperar ésta en que me ocupo.

Jan 29, 202436:41
13 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Tercero

13 - La Odisea de Homero: Canto Décimo Tercero

La Odisea

Canto XIII

Los feacios despiden a Odiseo. Llegada a Ítaca.


1 Así dijo. Enmudecieron los oyentes y, arrobados por el placer de escucharle, se quedaron silenciosos en el obscuro palacio. Mas Alcínoo le respondió diciendo:


4 —¡Oh, Odiseo! Pues llegaste a mi mansión de pavimento de bronce y elevada techumbre, creo que tornarás a tu patria sin tener que andar vagueando, aunque sean en tan gran número los males que hasta ahora has padecido. Y dirigiéndome a vosotros todos, los que siempre bebéis en mi palacio el negro vino de honor y oís al aedo, mirad lo que os encargo: ya tiene el huésped en pulimentada arca vestiduras y oro labrado y los demás presentes que los consejeros feacios le han traído, ea démosle sendos trípodes grandes y calderos; y reunámonos después para hacer una colecta por la población, porque sería difícil a cada uno de nosotros obsequiarle con tal regalo, valiéndonos de sola nuestra posibilidad.


16 Así les habló Alcínoo, y a todos les plugo cuanto dijo. Salieron entonces para acostarse en sus respectivas casas.


18 Y así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, encamináronse diligentemente hacia la nave, llevando a ella el varonil bronce. La sacra potestad de Alcínoo fue también, y él mismo colocó los presentes debajo de los bancos: no fuera que se dañara alguno de los hombres cuando, para mover la embarcación, aprestasen con los remos. Acto continuo trasladáronse al palacio de Alcínoo y se ocuparon en aparejar el convite.


24 Para ellos la sacra potestad de Alcínoo sacrificó un buey a Zeus Cronida, el dios de las sombrías nubes, que reina sobre todos. Quemados los muslos, celebraron suntuoso festín, y cantó el divinal aedo, Demódoco, tan honrado por el pueblo. Mas Odiseo volvía a menudo la cabeza hacia el sol resplandeciente, con gran afán de que se pusiera, pues ya anhelaba irse a su patria.


31 Como el labrador apetece la cena después de pasar el día rompiendo con la yunta de negros bueyes y el sólido arado una tierra noval, se le pone el sol muy a su gusto para ir a comer, y al andar, siente el cansancio en las rodillas; así con qué gozo vio Odiseo que se ponía el sol.


36 Y al momento, dirigiéndose a los feacios, amantes de manejar los remos, y especialmente a Alcínoo, les habló de esta manera:


38 —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! Ofreced las libaciones, despedidme sano y salvo, y vosotros quedad con alegría. Ya se ha cumplido cuanto mi ánimo deseaba: mi expedición y las amistosas dádivas; hagan los dioses celestiales que éstas sean para mi dicha y que halle en mi palacio a mi irreprensible consorte e incólumes a los amigos. Y vosotros, que os quedáis, sed el gozo de vuestras legítimas mujeres y de vuestros hijos; los dioses os concedan toda clase de bienes, y jamás a esta población le sobrevenga mal alguno.


47 Así se expresó. Todos aplaudieron sus palabras y aconsejaron que se llevase al huésped a su patria, puesto que hablaba razonablemente. Y entonces la potestad de Alcínoo dijo al heraldo:


50 —¡Pontónoo! Mezcla el vino en la cratera y distribúyelo a cuantos se hallan en la sala, a fin de que, después de orar al padre Zeus, enviemos el huésped a su patria tierra.


53 Así habló. Pontónoo mezcló el vino dulce con la miel y lo sirvió a todos, ofreciéndoselo sucesivamente; ellos lo libaban, desde sus mismos asientos, a los bienaventurados dioses que poseen el anchuroso cielo; y el divinal Odiseo, levantándose, puso en las manos de Arete una copa de doble asa, mientras le decía estas aladas palabras:


59 —Sé constantemente dichosa, oh reina, hasta que vengan la senectud y la muerte, de las cuales no se libran los humanos. Yo me voy. Tú prosigue holgándote en esta casa con tus hijos, el pueblo y el rey Alcínoo.


63 Dicho esto, el divino Odiseo transpuso el umbral. La potestad de Alcínoo le hizo acompañar por un heraldo que lo condujese a la velera nave, a la orilla del mar.

Jan 28, 202430:08
12 - La Odisea de Homero: Canto Duodécimo

12 - La Odisea de Homero: Canto Duodécimo

La Odisea

Canto XII

Las sirenas. Escila y Caribdis. La Isla del Sol. Ogigia.


Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar y a la isla Eea —donde están la mansión y las danzas de la Aurora, hija de la mañana, y el orto del Helios—, la sacamos a la arena, después de saltar a la playa, nos entregamos al sueño, y aguardamos la aparición de la divinal la Aurora.


Cuando se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, envié algunos compañeros a la morada de Circe para que trajesen el cadáver del difunto Elpénor. Luego cortamos troncos y, afligidos y vertiendo abundantes lágrimas, celebramos las exequias en el lugar más eminente de la orilla. Y no bien hubimos quemado el cadáver y las armas del difunto, le erigimos un túmulo, con su correspondiente cipo, y clavamos en la parte más alta el manejable remo.


Mientras en tales cosas nos ocupábamos, no se le encubrió a Circe nuestra llegada del Hades, y se atavió y vino muy presto con criadas que traían pan, mucha carne y vino rojo, de color de fuego.


20 Y puesta en medio de nosotros, dijo así la divina entre las diosas:


—¡Oh desdichados, que viviendo aún, bajasteis a la morada de Hades, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola! Ea, quedaos aquí, y comed manjares y bebed vino, todo el día de hoy; pues así que despunte la aurora volveréis a navegar, y yo os mostraré el camino y os indicaré cuanto sea preciso para que no padezcáis, a causa de una maquinación funesta, ningún infortunio ni en el mar ni en la tierra firme.


Así dijo; y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino.


Apenas el sol se puso y sobrevino la obscuridad, los demás se acostaron junto a las amarras del buque. Pero a mí Circe me cogió de la mano, me hizo sentar separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo estas palabras la veneranda Circe:


— Así, se han llevado a cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora lo que voy a decir y un dios en persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.


Después que tus compañeros hayan conseguido llevaros más allá de las Sirenas, no te indicaré con precisión cuál de los dos caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo, pues voy a decir lo que hay a entrambas partes. A un lado se alzan peñas prominentes, contra las cuales rugen las inmensas olas de la ojizarca Anfitrite; llámanlas Erráticas los bienaventurados dioses. Por allí no pasan las aves sin peligro, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre Zeus; pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre manda otra para completar el número. Ninguna embarcación de hombres, en llegando allá, pudo escapar salva; pues las olas del mar y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las tablas del barco y los cuerpos de los hombres.

Jan 27, 202431:48
11 - La Odisea de Homero: Canto Undécimo

11 - La Odisea de Homero: Canto Undécimo

La Odisea

Canto XI

Descenso a los infiernos.


En llegando a la nave y al divino mar, echamos al agua la negra embarcación, izamos el mástil y descogimos el velamen; cargamos luego las reses, y por fin nos embarcamos nosotros, muy tristes y vertiendo copiosas lágrimas. Por detrás de la nave de azulada proa soplaba favorable viento, que henchía las velas; buen compañero que nos mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz. Colocados cada uno de los aparejos en su sitio, nos sentamos en la nave. A esta conducíala el viento y el piloto, y durante el día fue andando a velas desplegadas, hasta que se puso el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos.


Entonces arribamos a los confines del Océano, de profunda corriente. Allí están el pueblo y la ciudad de los Cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos, ni cuando sube al cielo estrellado, ni cuando vuelve del cielo a la tierra, pues una noche perniciosa se extiende sobre los míseros mortales. A este paraje fue nuestro bajel que sacamos a la playa; y nosotros, asiendo las ovejas, anduvimos a lo largo de la corriente del Océano hasta llegar al sitio indicado por Circe.


Allí Perimedes y Euríloco sostuvieron las víctimas, y yo, desenvainando la aguda espada que cabe el muslo llevaba, abrí un hoyo de un codo por lado; hice a su alrededor libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua; y lo despolvoreé todo con blanca harina. Acto seguido supliqué con fervor a las inanes cabezas de los muertos, y voté que, cuando llegara a Ítaca, les sacrificaría en el palacio una vaca no paridera, la mejor que hubiese, y que en su obsequio llenaría la pira de cosas excelentes, y también que a Tiresias le inmolaría aparte un carnero completamente negro que descollase entre nuestros rebaños. Después de haber rogado con votos y súplicas al pueblo de los difuntos, tomé las reses, las degollé encima del hoyo, corrió la negra sangre y al instante se congregaron saliendo del Érebo, las almas de los fallecidos: mujeres jóvenes, mancebos, ancianos que en otro tiempo padecieron muchos males, tiernas doncellas con el ánimo angustiado por reciente pesar, y muchos varones que habían muerto en la guerra, heridos por broncíneas lanzas, y mostraban ensangrentadas armaduras: agitábanse todas con grandísimo murmurio alrededor del hoyo, unas por un lado y otras por otro; y el pálido terror se enseñoreó de mí. Al punto exhorté a los compañeros y les di orden de que desollaran las reses, tomándolas del suelo donde yacían degolladas por el cruel bronce, y las quemaran inmediatamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y yo, desenvainando la aguda espada que cabe al muslo llevaba me senté y no permití que las inanes cabezas de los muertos se acercaran a la sangre antes que hubiese interrogado a Tiresias.


La primera que vino fue el alma de nuestro compañero Elpénor el cual aún no había recibido sepultura en la tierra inmensa; pues dejamos su cuerpo en la mansión de Circe sin enterrarlo ni llorarlo porque nos apremiaban otros trabajos. Al verlo lloré, le compadecí en mi corazón y, hablándole, le dije estas aladas palabras:


—¡Oh, Elpénor! ¿Cómo viniste a estas tinieblas caliginosas? Tú has llegado a pie, antes que yo en la negra nave.


59 Así le hablé; y él, dando un suspiro, me respondió con estas palabras:


60 —¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Dañáronme la mala voluntad de algún dios y el exceso de vino. Habiéndome acostado en la mansión de Circe, no pensé en volver atrás, a fin de bajar por la larga escalera, y caí desde el techo; se me rompieron las vértebras del cuello, y mi alma descendió a la mansión de Hades.

Jan 26, 202442:53
10 - La Odisea de Homero: Canto Décimo

10 - La Odisea de Homero: Canto Décimo

La Odisea

Canto X

La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera.


Llegamos a la isla Eolia, donde moraba Eolo Hipótada, caro a los inmortales dioses, isla flotante, a la cual cerca broncíneo e inquebrantable muro, y en cuyo interior álzase escarpada roca. A Eolo naciéronle doce vástagos en el palacio: seis hijas y seis hijos florecientes; y dio aquellas a estos para que fuesen sus esposas. Todos juntos, a la vera de su padre querido y de su madre veneranda, disfrutan de un continuo banquete en el que se les sirven muchísimos manjares. Durante el día percíbese en la casa el olor del asado y resuena toda con la flauta; y por la noche duerme cada uno con su púdica mujer sobre tapetes, en torneado lecho.


Llegamos, pues, a su ciudad y a sus magníficas viviendas, y Eolo tratóme como a un amigo por espacio de un mes y me hizo preguntas sobre muchas cosas —sobre Ilión, sobre las naves de los argivos, sobre la vuelta de los aqueos— de todo lo cual le informé debidamente. Cuando quise partir y le rogué que me despidiera, no se negó y preparó mi viaje. Dióme entonces, encerrados en un cuero de un buey de nueve años que antes había desollado, los soplos de los mugidores vientos, pues el Cronida habíale hecho árbitro de ellos, con facultad de aquietar o de excitar al que quisiera. Y ató dicho pellejo en la cóncava nave con un reluciente hilo de plata, de manera que no saliese ni el menor soplo; enviándome el Céfiro para que, soplando, llevara nuestras naves y a nosotros en ellas. Mas, en vez de suceder así, había de perdernos nuestra propia imprudencia.


28 Navegamos seguidamente por espacio de nueve días con sus noches. Y en el décimo se nos mostró la tierra patria, donde vimos a los que encendían fuego cerca del mar. Entonces me sentí fatigado y me rindió el dulce sueño; pues había gobernado continuamente el timón de la nave que no quise confiar a ninguno de los amigos para que llegáramos más pronto. Los compañeros hablaban los unos con los otros de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que era oro y plata, recibidos como dádiva del magnánimo Eolo Hipótada. Y alguno de ellos dijo de esta suerte al que tenía más cercano:


—¡Oh dioses! ¡Cuán querido y honrado es este varón, de cuántos hombres habitan en las ciudades y tierras adonde llega! Mucho; y valiosos objetos se ha llevado del botín de Troya; mientras que los demás, con haber hecho el mismo viaje, volveremos a casa con las manos vacías. Y ahora Eolo, obsequiándole como a un amigo, acaba de darle estas cosas. Ea, veamos pronto lo que son, y cuánto oro y plata hay en el cuero.


Así hablaban. Prevaleció aquel mal consejo y, desatando mis amigos el odre, escapáronse con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad y llevólas al ponto: ellos lloraban, al verse lejos de la patria; y yo, recordando, medité en mi inocente pecho si debía tirarme del bajel y morir en el ponto, o sufrirlo todo en silencio y permanecer entre los vivos. Lo sufrí, quedéme en el barco y, cubriéndome, me acosté de nuevo. Las naves tornaron a ser llevadas a la isla Eolia por la funesta tempestad que promovió el viento, mientras gemían cuantos me acompañaban.


Llegados allá, saltamos en tierra, hicimos aguada, y a la hora empezamos a comer junto a las veleras naves. Mas, así que hubimos gustado la comida y la bebida, tomé un heraldo y un compañero y encaminándonos al ínclito palacio de Eolo, hallamos a éste celebrando un banquete con su esposa y sus hijos. Llegados a la casa, nos sentamos al umbral, cerca de las jambas; y ellos se pasmaron al vernos y nos hicieron estas preguntas:


64 —¿Cómo aquí, Odiseo? ¿Qué funesto numen te persigue? Nosotros te enviamos con gran recaudo para que llegases a tu patria y a tu casa, o a cualquier sitio que te pluguiera.


Así hablaron. Y yo, con el corazón afligido, les dije: —Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso causáronme este daño; pero remediadlo vosotros, oh amigos, ya que podéis hacerlo.

Jan 25, 202438:15
09 - La Odisea de Homero: Canto Nono

09 - La Odisea de Homero: Canto Nono

La Odisea

Canto IX

Odiseo cuenta sus aventuras: los cicones, los lotófagos, los cíclopes.


Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! En verdad que es linda cosa oír a un aedo como este, cuya voz se asemeja a la de un numen. No creo que haya cosa tan agradable como ver que la alegría reina en todo el pueblo y que los convidados, sentados ordenadamente en el palacio ante las mesas, abastecidas de pan y de carnes, escuchan al aedo, mientras el escanciador saca vino de la cratera y lo va echando en las copas. Tal espectáculo me parece bellísimo. Pero te movió el ánimo a desear que te cuente mis luctuosas desdichas, para que llore aún más y prorrumpa en gemidos. ¿Cuál cosa relataré en primer término, cuál en último lugar, siendo tantos los infortunios que me enviaron los celestiales dioses? Lo primero, quiero deciros mi nombre para que lo sepáis, y en adelante, después que me haya librado del día cruel, sea yo vuestro huésped, a pesar de vivir en una casa que esta muy lejos. Soy Odiseo Laertíada, tan conocido de los hombres por mis astucias de toda clase; y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Ítaca que se ve a distancia: en ella está el monte Nérito, frondoso y espléndido, y en contorno hay muchas islas cercanas entre sí, como Duliquio, Same y la selvosa Zacinto. Ítaca no se eleva mucho sobre el mar, está situada la más remota hacia el Occidente —las restantes, algo apartadas, se inclinan hacia el Oriente y el Mediodía— es áspera, pero buena criadora de mancebos, y yo no puedo hallar cosa alguna que sea más dulce que mi patria. Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo; y de la misma suerte la dolosa Circe de Eea me acogió anteriormente en su palacio, deseando también tomarme por marido; ni aquélla ni ésta consiguieron infundir convicción a mi ánimo. No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite en una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, apartada de aquellos. Pero voy a contarte mi vuelta, llena de trabajos, la cual me ordenó Zeus desde que salí de Troya.


Habiendo partido de Ilión, llevóme el viento al país de los cícones, a Ismaro: entré a saco la ciudad, maté a sus hombres y, tomando las mujeres y las abundantes riquezas, nos lo repartimos todo para que nadie se fuera sin su parte de botín. Exhorté a mi gente a que nos retiráramos con pie ligero, y los muy simples no se dejaron persuadir. Bebieron mucho vino y, mientras degollaban en la playa gran número de ovejas y de flexípedes bueyes de retorcidos cuernos, los cícones fueron a llamar a otros cícones vecinos suyos; los cuales eran más en número y más fuertes, habitaban el interior del país y sabían pelear a caballo con los hombres y aun a pie donde fuese preciso. Vinieron por la mañana tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen; y ya se nos presentó a nosotros, ¡oh infelices! el funesto destino que nos había ordenado Zeus a fin de que padeciéramos multitud de males. Formáronse, nos presentaron batalla junto a las veloces naves, y nos heríamos recíprocamente con las broncíneas lanzas. Mientras duró la mañana y fuese aumentando la luz del sagrado día, pudimos resistir su arremetida, aunque eran en superior número. Mas luego, cuando el sol se encaminó al ocaso, los cícones derrotaron a los aqueos, poniéndolos en fuga. Perecieron seis compañeros, de hermosas grebas, de cada embarcación, y los restantes nos libramos de la muerte y del destino.


Desde allí seguimos adelante con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte aunque perdimos algunos compañeros. Mas no comenzaron a moverse los corvos bajeles hasta haber llamado tres veces a cada uno de los míseros compañeros que acabaron su vida en el llano, heridos por los cícones.

Jan 24, 202440:02
08 - La Odisea de Homero: Canto Octavo

08 - La Odisea de Homero: Canto Octavo

La Odisea de Homero

Canto VIII

Odiseo agasajado por los feacios.


No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, levantáronse de la cama la sacra potestad de Alcínoo y Odiseo, del linaje de Zeus, asolador de ciudades. La sacra potestad de Alcínoo se puso al frente de los demás, y juntos se encaminaron al ágora que los feacios habían construido cerca de las naves. Tan luego como llegaron, sentáronse en unas piedras pulidas, los unos al lado de los otros; mientras Palas Atenea, transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo, recorría la ciudad y pensaba en la vuelta del magnánimo Odiseo a su patria. Y la diosa, allegándose a cada varón, decíales estas palabras:


—¡Ea, caudillo, y príncipes de los feacios! Id al ágora para que oigáis hablar del forastero que no ha mucho llegó a la casa del prudente Alcínoo, después de andar errante por el ponto, y es un varón que se asemeja por su cuerpo a los inmortales.


15 Diciendo así, movíales el corazón y el ánimo. El ágora y los asientos llenáronse bien presto de varones que se iban juntando, y eran en gran número los que contemplaban con admiración al prudente hijo de Laertes, pues Atenea esparció mil gracias por la cabeza y los hombros de Odiseo e hizo que pareciese más alto y más grueso para que a todos los feacios les fuera grato, temible y venerable, y llevara a término los muchos juegos con que éstos habían de probarlo. Y no bien acudieron los ciudadanos, una vez reunidos todos, Alcínoo les arengó de esta manera:


—¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Este forastero, que no sé quién es, llegó errante a mi palacio —ya venga de los hombres de Oriente ya de los de Occidente— y nos suplica con mucha insistencia que tomemos la firme resolución de acompañarlo a su patria. Apresurémonos, pues, a conducirle, como anteriormente lo hicimos con tantos otros; ya que ninguno de los que vinieron a mi casa hubo de estar largo tiempo suspirando por la vuelta.


Ea, pues, echemos al mar divino una negra nave sin estrenar y escójanse de entre el pueblo los cincuenta y dos mancebos que hasta aquí hayan sido los más excelentes. Y, atando bien los remos a los bancos, salgan de la embarcación y aparejen en seguida un convite en mi palacio; que a todos lo he de dar muy abundante. Esto mando a los jóvenes; pero vosotros, reyes portadores de cetro, venid a mi hermosa mansión para que festejemos en la sala a nuestro huésped. Nadie se me niegue. Y llamad a Demódoco, el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar le incita su ánimo.


Cuando así hubo hablado, comenzó a caminar: siguiéronle los reyes, portadores de cetro, y el heraldo fue a llamar al divinal aedo. Los cincuenta y dos jóvenes elegidos, cumpliendo la orden del rey, enderezaron a la ribera del estéril mar; y, en llegando a donde estaba la negra embarcación, echáronla al mar profundo, pusieron el mástil y el velamen, y ataron los remos con correas, haciéndolo todo de conveniente manera. Extendieron después las blancas velas, anclaron la nave donde el agua era profunda, y acto continuo se fueron a la gran casa del prudente Alcínoo. Llenáronse los pórticos, el recinto de los patios y las salas con los hombres que allí se congregaron; pues eran muchos, entre jóvenes y ancianos. Para ellos inmoló Alcínoo doce ovejas, ocho puercos de albos dientes y dos flexípedes bueyes: todos fueron desollados y preparados, y aparejóse una agradable comida.


Presentóse el heraldo con el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a excelsa columna;.

Jan 23, 202439:43
07 - La Odisea de Homero: Canto Séptimo

07 - La Odisea de Homero: Canto Séptimo

La Odisea de Homero

Canto VII

Odiseo en el palacio de Alcínoo


Mientras así rogaba el paciente divinal Odiseo, la doncella era conducida a la ciudad por las vigorosas mulas. Apenas hubo llegado a la ínclita morada de su padre, paró en el umbral; sus hermanos, que se asemejaban a los dioses, pusiéronse a su alrededor, desengancharon las mulas y llevaron los vestidos adentro de la casa; y ella se encaminó a su habitación, donde encendía fuego la anciana Eurimedusa de Apira, su camarera, a quien en otro tiempo habían traído de allá en las corvas naves y elegido para ofrecérsela como regalo a Alcínoo, que reinaba sobre todos los feacios y era escuchado por el pueblo cual si fuese un dios. Esta fue la que crió a Nausícaa, de níveos brazos, en el palacio; y entonces le encendía fuego y le aparejaba cena.


En aquel punto levantábase Odiseo, para ir a la ciudad; y Atenea, que le quería bien, envolvióle en copiosa nube: no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al camino, le zahiriese con palabras y le preguntase quién era. Mas, al entrar el héroe en la agradable población, se le hizo encontradiza Atenea, la deidad de ojos de lechuza, transfigurada en joven doncella que llevaba un cántaro, y se detuvo delante de él. Y el divinal Odiseo le dirigió esta pregunta:


—¡Oh hija! ¿No Podrías llevarme al palacio de Alcínoo que reina sobre estos hombres? Soy un forastero que, después de padecer mucho, he llegado acá, viniendo de lejos, de una tierra apartada; y no conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciudad y estos campos.


Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Yo te mostraré, oh forastero venerable, el palacio de que hablas, pues esta cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin desplegar los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy sufridos con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquéllos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento.


Cuando así hubo dicho, Palas Atenea caminó a buen paso y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la diosa. Y los feacios ínclitos navegantes, no cayeron en la cuenta de que anduviese por la ciudad y entre ellos porque no lo permitió Atenea, la terrible deidad de hermosas trenzas, la cual, usando de benevolencia cubrióle con una niebla divina. Atónito contemplaba Odiseo los puertos, las naves bien proporcionadas, las ágoras de aquellos héroes y los muros grandes, altos, provistos de empalizadas, que era cosa admirable de ver. Pero, no bien llegaron al magnífico palacio del rey, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, comenzó a hablarle de esta guisa:


—Este es, padre huésped, el palacio que me pediste te mostrara. Hallarás en él a los reyes alumnos de Zeus, celebrando un banquete; pero vete adentro y no se turbe tu ánimo, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra. Entrado en la sala, hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete, y procede de los mismos ascendientes que engendraron al rey Alcínoo. En un principio, engendraron a Nausítoo el dios Poseidón, que sacude la tierra, y Peribea, la más hermosa de las mujeres, hija menor del magnánimo Eurimedonte, el cual había reinado en otro tiempo sobre los orgullosos Gigantes. Pero éste perdió a su pueblo malvado y pereció él mismo; y Poseidón tuvo en aquélla un hijo, el magnánimo Nausítoo, que luego imperó sobre los feacios. Nausítoo engendró a Rexénor y a Alcínoo; mas, estando el primero recién casado y sin hijos varones, fue muerto por Apolo, el del arco de plata, y dejó en el palacio una sola hija, Arete, a quien Alcínoo tomó por consorte y se ve honrada por él como ninguna de las mujeres de la tierra que gobiernan una casa y viven sometidas a sus esposos.

Jan 22, 202425:01
06 - La Odisea de Homero: Canto Sexto

06 - La Odisea de Homero: Canto Sexto

La Odisea de Homero

Canto VI

Odiseo y Nausícaa


Mientras así dormía el paciente y divinal Odiseo, rendido del sueño y del cansancio, Atenea se fue al pueblo y a la ciudad de los feacios, los cuales habitaron antiguamente en la espaciosa Hiperea, junto a los Ciclopes, varones soberbios que les causaban daño porque eran más robustos. De allí los sacó Nausítoo, semejante a un dios: condújolos a Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde hicieron morada; construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Parca, había bajado al Hades y reinaba Alcínoo cuyos consejos eran inspirados por los propios dioses; y al palacio de éste enderezó Atenea, la deidad de ojos de lechuza, pensando en la vuelta del magnánimo Odiseo. Penetró la diosa en la estancia labrada con gran primor en que dormía una doncella parecida a las inmortales por su natural y por su hermosura: Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; junto a ella, a uno y otro lado de la entrada, hallábanse dos esclavas a quienes las Cárites habían dotado de belleza, y las magníficas hojas de la puerta estaban entornadas. Atenea se lanzó, como un soplo de viento, a la cama de la joven; púsose sobre su cabeza y empezó a hablarle, tomando el aspecto de la hija de Diamante, el célebre marino, que tenía la edad de Nausícaa y érale muy grata. De tal suerte transfigurada, dijo Atenea, la de ojos de lechuza:


—¡Nausícaa! ¿Por qué tu madre te parió tan floja? Tienes descuidadas las espléndidas vestiduras y está cercano tu casamiento en el cual has de llevar lindas ropas, dando parte también a los que te conduzcan; que así se consigue gran fama entre los hombres y se huelgan el padre y la veneranda madre. Vayamos, pues, a lavar tan luego como despunte la aurora, y te acompañaré y ayudaré para que en seguida lo tengas aparejado todo; que no ha de prolongarse mucho tu doncellez, puesto que ya te pretenden los mejores de todos los feacios, cuyo linaje es también el tuyo. Ea, insta a tu ilustre padre para que mande prevenir antes de rayar el alba las mulas y el carro en que llevarás los cíngalos, los peplos y los espléndidos cobertores. Para ti misma es mejor ir de este modo que no a pie, pues los lavaderos se hallan a gran distancia de la ciudad.


Cuando así hubo hablado Atenea, la de ojos de lechuza, fuese al Olimpo, donde dicen que está la mansión perenne y segura de las deidades, a la cual ni la agitan los vientos, ni la lluvia la moja, ni la nieve la cubre —pues el tiempo es allí constantemente sereno y sin nubes—, y en cambio la envuelve esplendorosa claridad: en ella disfrutan perdurable dicha los bienaventurados dioses. Allí se encaminó, pues, la de ojos de lechuza tan luego como hubo aconsejado a la doncella.


Pronto llegó la Aurora, la de hermoso trono, y despertó a Nausícaa, la del lindo peplo; y la doncella, admirada del sueño, se fue por el palacio a contárselo a sus progenitores, al padre querido y a la madre, y a entrambos los halló dentro: a ésta sentada junto al fuego, con las siervas, hilando lana de color purpúreo; y a aquél, cuando iba a salir para reunirse en consejo con los ilustres príncipes pues los más nobles feacios le habían llamado. Detúvose Nausícaa muy cerca de su padre y así le dijo:


—¡Padre querido! ¿No querrías aparejarme un carro alto, de fuertes ruedas, en el cual lleve al río, para lavarlos, los hermosos vestidos que tengo sucios? A ti mismo te conviene llevar vestiduras limpias, cuando con los varones más principales deliberas en el consejo. Tienes, además, cinco hijos en el palacio: dos ya casados, y tres que son mancebos florecientes y cuantas veces van al baile quieren llevar vestidos limpios; y tales cosas están a mi cuidado.


Así dijo, pues dióle vergüenza nombrar las florecientes nupcias a su padre. Mas él, comprendiéndolo todo, le respondió con estas palabras:


—No te negaré, oh hija, ni las mulas ni cosa alguna.

Dec 17, 202322:35
05 - La Odisea de Homero: Canto Quinto

05 - La Odisea de Homero: Canto Quinto

La Odisea de Homero

Canto V

Odiseo llega a Esqueria de los feacios


la Aurora se levantaba del lecho, dejando al ilustre Titonio, para llevar la luz a los inmortales y a los mortales, cuando los dioses se reunieron en junta, sin que faltara Zeus altitonante cuyo poder es grandísimo. Y Atenea, trayendo a la memoria los muchos infortunios de Odiseo, los refirió a las deidades; interesándose por el héroe, que se hallaba entonces en el palacio de la ninfa:


—¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Ningún rey, que empuñe cetro, sea benigno, ni blando, ni suave, ni emplee el entendimiento en cosas justas, antes, por el contrario, proceda siempre con crueldad y lleve al cabo acciones nefandas; ya que nadie se acuerda del divino Odiseo, entre los ciudadanos sobre los cuales remaba con blandura de padre. Hállase en una isla atormentado por fuertes pesares: en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza; y no le es posible llegar a su patria porque le faltan naves provistas de remos y compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Y ahora quieren matarle el hijo amado así que torne a su casa, pues ha ido a la sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.


Respondióle Zeus, que amontona las nubes: —¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Odiseo, al tornar a su tierra, se vengaría de aquéllos? Pues acompaña con discreción a Telémaco, ya que puedes hacerlo, a fin de que se restituya incólumne a su patria y los pretendientes que están en la nave tengan que volverse.


Dijo, y dirigiéndose a Hermes, su hijo amado, hablóle de esta suerte: —¡Hermes! Ya que en lo demás eres tú el mensajero, ve a decir a la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución —que el paciente Odiseo torne a su patria— para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres: navegando en una balsa hecha con gran número de ataduras, llegará en veinte días y padeciendo trabajos a la fértil Esqueria, a la tierra de los feacios, que por su linaje son cercanos a los dioses; y ellos le honrarán cordialmente como a una deidad, y le enviarán en un bajel a su patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia, vestidos, y tantas cosas como jamás sacara de Troya si llegase indemne y habiendo obtenido la parte de botín que le correspondiese. Dispuesto está por la Parca que Odiseo vea a sus amigos y llegue a su casa de alto techo y a su patria.


Así dijo. El mensajero Argifontes no fue desobediente; al punto ató a sus pies los áureos divinos talares, que le llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de los hombres que quiere o despierta a los que duermen. Teniéndola en las manos, el poderoso Argifontes emprendió el vuelo y, al llegar a la Pieria, bajó del éter al ponto y comenzó a volar rápidamente sobre las olas, como la gaviota que, pescando peces en los grandes senos del mar estéril, moja en el agua del mar sus tupidas alas: tal parecía Hermes mientras volaba por encima del gran oleaje.


Cuando hubo arribado a aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó en tierra, prosiguió su camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla dentro. Ardía en el hogar un gran fuego, y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos donde anidaban aves de luengas alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupaban en cosas del mar.

Dec 16, 202334:01
04 - La Odisea de Homero: Canto Cuarto

04 - La Odisea de Homero: Canto Cuarto

La Odisea de Homero

Canto IV

Telémaco viaja a Esparta para informarse sobre su padre


Apenas llegaron a la vasta y cavernosa Lacedemonia, fuéronse derechos a la mansión del glorioso Menelao y halláronle con muchos amigos, celebrando el banquete de la doble boda de su hijo y de su hija ilustre. A ésta la enviaba el hijo de Aquileo, el que rompía filas de guerreros; pues allá en Troya prestó su asentimiento y prometió entregársela, y los dioses hicieron que por fin las nupcias se llevasen al cabo. Mandábala, pues, con caballos y carros, a la ínclita ciudad de los mirmidones donde aquél reinaba. Y al propio tiempo casaba con una hija de Aléctor, llegada de Esparta, a su hijo, el fuerte Megapentes, que ya en edad madura había procreado en una esclava; pues a Helena no le concedieron las deidades otra prole que la amable Hermíone, la cual tenía la belleza de la áurea Afrodita.


Así holgaban en celebrar el festín dentro del gran palacio de elevada techumbre, los vecinos y amigos del glorioso Menelao. Un divinal aedo estábales cantando al son de la cítara y, tan pronto como tocaba el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre.


Entonces fue cuando los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el preclaro hijo de Néstor, detuvieron los corceles en el vestíbulo del palacio. Violes, saliendo del mismo, el noble Eteoneo, diligente servidor del ilustre Menelao, y fuese por la casa a dar la nueva al pastor de hombres. Y, en llegando a su presencia, le dijo estas aladas palabras:


— Dos hombres acaban de llegar, oh Menelao alumno de Zeus. Dos varones que se asemejan a los descendientes del gran Zeus. Dime si hemos de desuncir sus veloces corceles o enviarlos a alguien que les dé amistoso acogimiento.


Replicóle, poseído de vehemente indignación, el rubio Menelao: —Antes no eras tan simple, Eteoneo Boetoida; mas ahora dices tonterías como un muchacho. También nosotros, hasta que logramos volver acá, comimos frecuentemente en la hospitalaria mesa de otros varones; y quiera Zeus librarnos de la desgracia para en adelante. Desunce los caballos de los forasteros y hazles entrar a fin de que participen del banquete.


Así dijo. Eteoneo salió corriendo del palacio y llamó a otros diligentes servidores para que le acompañaran. Al punto desuncieron los corceles, que sudaban debajo del yugo, los ataron a sus pesebres y les echaron espelta, mezclándola con blanca cebada; arrimaron el carro a las relucientes paredes, e introdujeron a los huéspedes en aquella divinal morada. Ellos caminaban absortos viendo el palacio del rey alumno de Zeus, pues resplandecía como el brillo del sol o de la luna la mansión excelsa del glorioso Menelao. Después que se hartaron de contemplarla con sus ojos, fueron a lavarse en unos baños muy pulidos. Y una vez lavados y ungidos con aceite por las esclavas, que les pusieron túnicas y lanosos mantos, acomodáronse en sillas junto al Atrida Menelao. Una esclava dioles aguamanos, que traía en un magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y colocó delante de ellos una pulimentada mesa. La veneranda despensera trájoles pan y dejó en la mesa buen número de manjares, obsequiándoles con los que tenía guardados. El trinchante sirvióles platos de carne de todas suertes y puso a su alcance áureas copas. Y el rubio Menelao, saludándolos con la mano, les habló de esta manera:


— Tomad manjares, regocijaos; y después que hayáis comido os preguntaremos cuáles sois de los hombres. Pues el Linaje de vuestros padres no se ha perdido seguramente en la obscuridad y debéis de ser hijos de reyes, alumnos de Zeus, que llevan cetro; ya que de gente vil no nacerían semejantes varones.


Así dijo; y les presentó con sus manos un pingüe lomo de buey asado, que para honrarle le habían servido. Aquéllos echaron mano a las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron satisfecho las ganas de comer y de beber, Telémaco habló así al hijo de Néstor, acercando la cabeza para que los demás no se enteraran:

Dec 15, 202358:38
03 - La Odisea de Homero: Canto Tercero

03 - La Odisea de Homero: Canto Tercero

La Odisea de Homero

Canto III

Telémaco viaja a Pilos para informarse sobre su padre


Ya el sol desamparaba el hermosísimo lago, subiendo al broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales dioses y a los mortales hombres sobre la fértil tierra; cuando Telémaco y los suyos llegaron a Pilos, la bien construida ciudad de Neleo, y hallaron en la orilla del mar a los habitantes, que inmolaban toros de negro pelaje al que sacude la tierra, al dios de cerúlea cabellera. Nueve asientos había, y en cada uno estaban sentados quinientos hombres y se sacrificaban nueve toros. Mientras los pilios quemaban los muslos para el dios, después de probar las entrañas, los de Ítaca tomaron puerto, amainaron las velas de la bien proporcionada nave, ancláronla y saltaron en tierra. Telémaco desembarcó precedido por Atenea. Y la deidad de ojos de lechuza rompió el silencio con estas palabras:


—¡Telémaco! Ya no te cumple mostrar vergüenza en cosa alguna, habiendo atravesado el ponto con el fin de saber noticias de tu padre: qué tierra lo tiene oculto y qué suerte le ha cabido. Ea, ve directamente a Néstor, domador de caballos, y sepamos qué guarda allá en su pecho. Ruégale tú mismo que sea veraz, y no mentirá, porque es muy sensato.


Repuso el prudente Telémaco: —¡Méntor! ¿Cómo quieres que yo me acerque a él, cómo puedo ir a saludarle? Aun no soy práctico en hablar con discreción y da vergüenza que un joven interrogue a un anciano.


Díjole Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Telémaco! Discurrirás en tu mente algunas cosas y un numen te sugerirá las restantes pues no creo que tu nacimiento y tu crianza se haya efectuado contra la voluntad de los dioses.


Cuando así hubo hablado, Palas Atenea caminó a buen paso y Telémaco fue siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron adonde estaba la junta de los varones pilios en los asientos: allí se había sentado Néstor con sus hijos y a su alrededor los compañeros preparaban el banquete, ya asando carne, ya espetándola en los asadores. Y apenas vieron a los huéspedes, adelantáronse todos juntos, los saludaron con las manos y les invitaron a sentarse. Pisístrato Nestórida fue el primero que se les acercó, y asiéndolos de la mano, los hizo sentar para el convite en unas blancas pieles, sobre la arena del mar, cerca de su hermano Trasimedes y de su propio padre. En seguida dioles parte de las entrañas echó vino en una copa de oro y ofreciéndosela a Palas Atenea, hija de Zeus que lleva la égida, así le dijo:


—¡Forastero! Eleva tus preces al soberano Poseidón, ya que al venir acá os habéis encontrado con el festín que en su honor celebramos. Mas tan pronto como hicieres la libación y hubieres rogado, como es justo, dale a ése la copa de dulce vino para que lo libe también, pues supongo que ruega asimismo a los inmortales; ya que todos los hombres están necesitados de los dioses. Pero por ser el más joven —debe de tener mis años— te daré primero a ti la áurea copa.


En diciendo esto, púsole en la mano la copa de dulce vino. Atenea holgóse de ver la prudencia y la equidad del varón que le daba la copa de oro a ella antes que a Telémaco. Y al punto hizo muchas súplicas al soberano Poseidón.


—¡Oyeme, Poseidón, que circundas la tierra! No te niegues a llevar a cabo lo que ahora te pedimos. Ante todas cosas llena de gloria a Néstor y a sus vástagos; dales a los pilios grata recompensa por tan ínclita hecatombe y concede también que Telémaco y yo no nos vayamos sin lograr el intento que nos trajo en la veloz nave negra.


Tal fue su ruego, y ella misma cumplió lo que acababa de pedir. Entregó en seguida la hermosa copa doble a Telémaco, y el caro hijo de Odiseo oró de semejante manera.

Dec 14, 202336:50
02 - La Odisea de Homero: Canto Segundo

02 - La Odisea de Homero: Canto Segundo

La Odisea de Homero

Canto II

Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca


Cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, el caro hijo de Odiseo se levantó de la cama, vistióse, colgó del hombro la aguda espada, ató a sus nítidos pies hermosas sandalias y, semejante por su aspecto a una deidad, salió del cuarto. En seguida mandó que los heraldos, de voz sonora, llamaran al ágora a los melenudos aqueos. Hízose el pregón y empezaron a reunirse muy prestamente. Y así que hubieron acudido y estuvieron congregados, Telémaco se fue al ágora con la broncínea lanza en la mano y dos perros de ágiles pies que le seguían, adornándolo Atenea con tal gracia divinal que, al verle llegar, todo el pueblo le contemplaba con asombro, y se sentó en la silla de su padre, pues le hicieron lugar los ancianos.


Fue el primero en arengarles el héroe Egiptio, que ya estaba encorvado de vejez y sabía muchísimas cosas. Un hijo suyo muy amado, el belicoso Antifo, había ido a Ilión, la de hermosos corceles, en las cóncavas naves con el divinal Odiseo; y el feroz Ciclope lo mató en la excavada gruta e hizo del mismo la última de aquellas cenas. Otros tres tenía el anciano —uno, Eurínomo, hallábase con los pretendientes, y los demás cuidaban los campos de su padre—, mas no por eso se había olvidado de Antifo, y por él lloraba y se afligía.


Egiptio, pues, les arengó, derramando lágrimas, y les dijo de esta suerte: —Oíd itacenses, lo que os voy a decir. Ni una sola vez fue convocada nuestra ágora, ni en ella tuvimos sesión, desde que el divinal Odiseo partió en las cóncavas naves. ¿Quién al presente nos reúne? ¿Es joven o anciano aquél a quien le apremia necesidad tan grande? ¿Recibió alguna noticia de que el ejército vuelve y desea manifestarnos públicamente lo que supo antes que otros? ¿O quiere exponer y decir algo que interesa al pueblo? Paréceme que debe de ser un varón honrado y proficuo. Cúmplale Zeus, llevándolo a feliz término, lo que en su ánimo revuelve.


Así les habló. Holgóse del presagio el hijo amado de Odiseo, que ya no permaneció mucho tiempo sentado: deseoso de arengarles, se levantó en medio del ágora, y el heraldo Pisenor, que sabía dar prudentes consejos, le puso el cetro en la mano. Telémaco, dirigiéndose primeramente al viejo, se expresó de esta guisa:


—¡Oh, anciano! No está lejos ese hombre y ahora sabrás que quien ha reunido al pueblo soy yo, que me hallo sumamente afligido. Ninguna noticia recibí de la vuelta del ejército, para que pueda manifestaros públicamente lo que haya sabido antes que otros, y tampoco quiero exponer ni decir cosa alguna que interese al pueblo: trátase de un asunto particular mío de la doble cuita que se entró por mi casa. La una es que perdí a mi excelente progenitor, el cual reinaba sobre vosotros con blandura de padre; la otra, la actual, la de más importancia todavía, pronto destruirá mi casa y acabará con toda mi hacienda. Los pretendientes de mi madre, hijos queridos de los varones más señalados de este país, la asedian a pesar suyo y no se atreven a encaminarse a la casa de Icario, su padre, para que la dote y la entregue al que él quiera y a ella le plazca, sino que, viniendo todos los días a nuestra morada, nos degüellan los bueyes, las ovejas y las pingües cabras, celebran banquetes, beben locamente el vino tinto y así se consumen muchas cosas, porque no tenemos un hombre como Odiseo, que sea capaz de librar a nuestra casa de tal ruina. No me hallo yo en disposición de llevarlo a efecto (sin duda debo de ser en adelante débil y ha de faltarme el valor marcial), que ya arrojaría esta calamidad si tuviera bríos suficientes, porque se han cometido acciones intolerables y mi casa se pierde de la peor manera.

Dec 13, 202331:22
01 - La Odisea de Homero: Canto Primero

01 - La Odisea de Homero: Canto Primero

La Odisea de Homero

Canto I

Concilio de los dioses. Exhortación de Atenea a Telémaco


Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el Ponto, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.


Ya en aquel tiempo los que habían podido escapar de una muerte horrorosa estaban en sus hogares, salvos de los peligros de la guerra y del mar; y solamente Odiseo, que tan gran necesidad sentía de restituirse a su patria y ver a su consorte, hallábase detenido en hueca gruta por Calipso, la ninfa veneranda, la divina entre las deidades, que anhelaba tomarlo por esposo.


Con el transcurso de los años llegó por fin la época en que los dioses habían decretado que volviese a su patria, a Ítaca, aunque no por eso debía poner fin a sus trabajos, ni siquiera después de juntarse con los suyos. Y todos los dioses le compadecían, a excepción de Poseidón, que permaneció constantemente irritado contra el divinal Odiseo hasta que el héroe no arribó a su tierra.


Mas entonces habíase ido aquél al lejano pueblo de los etíopes —los cuales son los postreros de los hombres y forman dos grupos, que habitan respectivamente hacia el ocaso y hacia el orto de Hiperión— para asistir a una hecatombe de toros y de cordero. Mientras aquel se deleitaba presenciando el festín, congregáronse las otras deidades en el palacio de Zeus Olímpico.


Y fue el primero en hablar el padre de los hombres y de los dioses, porque en su ánimo tenía presente al ilustre Egisto, a quien dio muerte el preclaro Orestes Agamenonida. Acordándose de él, dijo a los inmortales estas palabras:


—¡Oh Dioses! ¡De qué modo culpan los mortales a los númenes! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decretados por el destino. Así ocurrió a Egisto que, oponiéndose a la voluntad del hado casó con la mujer legítima del Atrida, y mató a éste cuando tornaba a su patria, no obstante que supo la terrible muerte que padecería luego. Nosotros mismos le habíamos enviado a Hermes, el vigilante Argifontes, con el fin de advertirle que no matase a aquél ni pretendiera a su esposa; pues Orestes Atrida tenía que tomar venganza no bien llegara a la juventud y sintiese el deseo de volver a su tierra. Así se lo declaró Hermes; mas no logró persuadirlo, con ser tan excelente el consejo, y ahora Egisto lo ha pagado todo junto.


Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —¡Padre nuestro, cronida, el más excelso de los que imperan! Aquél yace en la tumba por haber padecido una muerte muy justificada. ¡Así perezca quien obre de semejante modo! Pero se me parte el corazón a causa del prudente y desgraciado Odiseo, que, mucho tiempo ha, padece penas lejos de los suyos, en una isla azotada por las olas, en el centro del mar; isla poblada de árboles, en la cual tiene su mansión una diosa, la hija del terrible Atlante de aquel que conoce todas las profundidades del ponto y sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. La hija de este dios retiene al infortunado y afligido Odiseo, no cejando en su propósito de embelesarlo con tiernas y seductoras palabras para que olvide a Ítaca; mas Odiseo, que está deseoso de ver el humo de su país natal, ya de morir siente anhelos. ¿Y a ti, Zeus Olímpico? ¿No se te conmueve el corazón? ¿No te era grato Odiseo cuando sacrificaba junto a las naves de los argivos? ¿Por que así te has airado contra él, Zeus?

Dec 12, 202332:28